Ellos siempre nos esperan...
- Raul oscar López
- 22 ago
- 2 Min. de lectura

Antes de volver al ruido —esa sucesión absurda de alarmas, bocinazos y obligaciones mal escritas—, pasamos por el silencio.
Y no me refiero a la ausencia de sonido, sino a ese silencio verdadero, el que se parece al respeto, el que uno siente cuando está en presencia de algo que no entiende pero igual ama.
Allí estaban.
Papá y mamá.
Juntos, como si la muerte no fuera más que un cambio de domicilio.
Como si la eternidad los hubiera dejado abrazados para siempre, sin meterse demasiado.
En ese parque de paz que ahora nos pertenece un poco.
Porque cuando uno deja a los suyos en un lugar, también se deja a sí mismo.
Él, que calentaba el agua del mate con una lentitud casi japonesa, como si supiera que el apuro era una forma de la grosería.
Ella, que lo miraba de reojo mientras se hacía la que limpiaba, como quien observa un milagro sin querer interrumpirlo.
No habíamos vuelto a Curuzú desde que papá partió.
Y digo "partió" no por eufemismo, sino porque hay ausencias que no se van, se deslizan. Como si alguien cerrara una puerta muy despacito.
Ese día, sin saberlo, el mundo se desacomodó.
Y a nadie se le ocurrió dejarnos un manual para aprender a vivir con eso.
Íbamos por la ruta hablando de naderías.
Del asado.
De los años de Laly.
De la remera nueva de Leo.
De las zapatillas de Dolo.
Y de pronto, un sollozo.
Así, traicionero, hermoso, indispensable.
No lo detuve.
Porque hay lágrimas que no se explican… se obedecen.
Como si el alma, harta de esperar su turno, decidiera salir a la superficie...
Y les llevamos unas plantitas.
Porque cuando uno no sabe decir "los extraño", lo disfraza de flores.
Dos ericas, una lavanda, y una que no sé cómo se llama, pero que se parece mucho a mamá.
No por su color, ni por su forma.
Sino porque era sencilla.
Y bella.
Y estaba ahí, sin pedir permiso.
Las pusimos con cuidado.
Como quien pone un recuerdo donde no lo alcancen las lluvias.
Y entonces entendí que el amor también puede plantarse.
Y que florece, si uno lo riega con memoria.
Están bien ahí.
Juntos.
Callados.
Quizá conversando con otros fantasmas. Quizá tomando mate, como antes.
Pero qué falta hacen, viejo.
Qué hondo se siente ese hueco que nadie ve.
Porque uno envejece, paga impuestos, usa GPS, se ríe fuerte en los quinchos…
Pero adentro, en la penumbra donde habita el verdadero yo, sigue estando ese chico que mira hacia la entrada del club esperando ver a sus padres.
Aunque sabe que no vienen.
Nos fuimos en silencio.
No por respeto.
Sino porque en ese silencio, también nos íbamos un poco con ellos.
Y porque hay cosas que, si se dicen, se rompen...
Comentarios