El espejo ajeno
- Raul oscar López
- 25 sept
- 2 Min. de lectura

Hay mañanas en las que uno se lava la cara sin pensar.
Agua fría, toalla, cepillo de dientes.
Lo mismo de siempre.
Y de golpe, zas... el espejo.
Te parás frente a él y lo ves.
Ese tipo.
No sos vos, o al menos no el que tenés archivado en la cabeza.
No el pibe de las fotos sepia con la camiseta embarrada y la sonrisa de gol.
Este otro —el del espejo— es un señor.
Así, sin anestesia.
Un señor con ojeras que parecen mapas, con los pelos del pecho rebelados como sindicato, con la cara marcada como si hubiera dormido sobre un rallador.
Te quedás mirándolo.
Y el tipo también te mira, pero con esa cara de "ya fue", como si supiera algo que vos todavía no asumiste.
Te pasa la mano por la barba como diciendo "esto es lo que hay".
Y vos, que aún te sentís con ganas de correr un picado, te sentís estafado. Porque ese reflejo no tiene hambre de revancha.
Tiene costumbre.
Y eso es lo que más jode.
Porque uno puede bancarse las arrugas, la panza que se asoma como un intruso en las fotos, el cansancio de las rodillas.
Pero bancarse la costumbre... eso es otra cosa.
El tipo del espejo dice "mamá" y no se le afloja la voz.
Dice "papá" y ni se le nubla la mirada.
Vive con la ausencia como quien vive con humedad en la pared: ya ni se queja.
Y ahí entendés que si ese tipo sos vos... entonces ellos ya no están.
Y eso, hermano, es el verdadero baldazo.
Pero pará...
Porque yo los veo todavía.
La veo a mamá con su delantal viejo, pelando mandarinas con la maestría de un cirujano, sonriendo como si el mundo fuera un poco menos hostil cuando hay fruta fresca.
Lo veo a papá renegando con el auto, insultando a una bujía como si fuera un político corrupto.
Lo veo tomar mate con la bombilla torcida y ese gesto de que, a pesar de todo, la vida es linda.
Y entonces al reflejo lo empiezo a mirar distinto.
Puede que tenga la piel caída, el pelo traidor y esa postura de quien ya no desafía al mundo.
Pero también tengo el corazón lleno de figuritas, de domingos con olor a pan casero, de goles inventados en la vereda, de abrazos de gente que ya no está pero no se fue.
Así que hoy, al espejo, le hablé.
No con palabras, sino con la mirada de quien no se rinde.
Le dije: "No me apures, maestro. Dejame un rato más con la toalla al cuello, corriendo por el pasillo. Dejame jugar un ratito más.
Y si ves a los viejos por ahí... deciles que yo compro las mandarinas y cebo los mates.
Que por favor vengan, aunque sea un ratito".
Me encantó! Hermoso relato, me llego directo a la biblioteca del corazón, de ahí no se va a mover