Memoria
- Raul oscar López
- 4 sept
- 2 Min. de lectura

El otro día me puse a escribir sobre mi adolescencia en Curuzú.
Nada raro: esas tardes lentas, las calles polvorientas, los amigos de siempre, un poco de mi vida.
Creía que iba a ordenar los recuerdos, a ponerlos en fila india para que el lector los mire, los salude, quizás hasta los entienda y reconozca.
Pero la memoria, esa pícara de la que nadie se salva, tiene sus propios planes.
Es como un perro callejero que, de pronto, se escapa por debajo de la tranquera del recuerdo ordenado y te arrastra a un camino que no tenías previsto.
Y ahí te quedás, en medio de la polvareda que levantó ese escape, pensando en la otra memoria.
Esa que no se archiva en carpetas ni se guarda en discos duros.
Esa que vive en la gente.
Los griegos, tenia un nombre divino para eso, la llamaron kleos. La gloria, el renombre que se ganaba a fuerza de coraje en el campo de batalla. Un algo que, según decían, era a prueba de siglos.
A nosotros, claro, nos queda enorme esa palabra. No andamos a los cuchillazos con bestias míticas ni nos hacemos grabar el nombre en placas de bronce.
Lo nuestro, convengamos, es más de entrecasa, más chiquito.
Pero no por eso menos eterno.
La eternidad se nos cuela por las rendijas de lo cotidiano.
Está en la forma en que alguien, sin pensarlo dos veces, te ceba un mate justo como te gusta, está en esa puteada que repetís igualita, con el mismo acento, como si fuera un mantra heredado.
Ahí, en esa huella invisible, se esconde el verdadero tesoro.
En los dichos que uno repite sin saber de dónde vienen, en las mañas que son un calco de las del viejo, en el abrazo que se siente familiar hasta el tuétano.
No es un Olimpo, es la mesa de la cocina.
No es un poema épico, es ese mensaje de WhatsApp que dice "¿llegaste bien?" y que, de alguna manera, te desarma.
Porque lo que queda grabado en la piel de los que te quieren, eso que no se puede borrar ni con el tiempo ni con el olvido, eso es lo que verdaderamente perdura.
Al final, ¿qué importa que te nombren en los libros o que alguien se invente un busto con tu cara de póker?
Lo que vale, lo que te ancla a esa extraña forma de inmortalidad, es que cuando a alguien que te quiso le venga un recuerdo tuyo, le dé ese calorcito en el pecho.
Esa certeza silenciosa de que, de alguna manera, uno sigue estando.
Ni más, ni menos.
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