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GUATAPLIS

  • Foto del escritor: Raul oscar López
    Raul oscar López
  • 8 sept
  • 3 Min. de lectura
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Mi vieja tenía un superpoder.

Uno solo, pero de esos que te cambian el rumbo del día, o de la vida, si te descuidás.

No era de los que salen en las historietas: no volaba por los cielos, no derretía paredes con la mirada, no corría más rápido que el viento.

No.

Su poder era más chiquito, más de entrecasa, pero igual de imbatible.

Una palabra.

Una sola: Guataplis.

Cuando la decía, el mundo se detenía.

Era como si el aire se volviera más pesado, como si el tiempo se frenara un segundo para que entendieras que no había vuelta atrás.

Guataplis no admitía réplicas, no pedía explicaciones, no dejaba espacio para negociar.

Te llegaba como un rayo suave, pero rayo al fin, y en un abrir y cerrar de ojos ya estabas en otro lado: en la calle, en el colectivo, o, si ella quería, en la luna.

La palabra venía de su infancia en Apóstoles, Misiones, un lugar donde las palabras parecían cantar y desafiar al mismo tiempo. Mi vieja era melliza con la tía Nacha, y entre las dos formaban parte de una tropa de hermanos que parecían un ejército.

Eran puro alboroto, risas y peleas, como si la vida fuera una aventura que había que vivir a los gritos.

De ahí salió Guataplis, supongo, de esas tardes de tierra colorada, de mates compartidos y de retos que sonaban a cariño envuelto en bronca.

A los quince se casó con mi viejo, que tenía veintidós y un corazón más grande que el río Paraná.

En un suspiro ya eran padres de media docena de nosotros, y ella, con una enfermedad en los huesos que a veces la dejaba postrada, seguía adelante como si nada.

Cuando los dolores la soltaban, mamita querida volvía con una energía que movía montañas.

En una mañana te transformaba la casa: la cama aparecía en el comedor, el sillón en la galería, la mesa subida a una silla como si fuera un trono.

Y si mi viejo llegaba del trabajo, agotado, y preguntaba por “ese aparador que estaba acá”, ella lo miraba con esa sonrisa que te desarmaba el enojo y le decía, suave pero firme:

—Viejo, eso ya había que cambiarlo.

Y él, que era un santo con uniforme, se reía bajito, se ponía la gorra y salía a comprar otro sin chistar.

Así era mi vieja: un torbellino de impulsos, de esos que no se piensan dos veces.

No sabía de terapias, de contar hasta diez ni de “hablar lo que sentís”.

Ella sabía de cuidar, de querer con todo el cuerpo, de poner el mundo en orden con una escoba si hacía falta.

Una tarde, yo andaba de pavote, como todos los adolescentes que creen que la vida es eterna y las promesas flexibles.

Estaba en la vereda, tomando mates con una chica que no era mi novia.

Uno, a esa edad, se cree inmortal, capaz de estirar las reglas sin que nadie lo note.

Pero mi vieja, que tenía un radar para las macanas, salió a la puerta como si la hubiera empujado un vendaval. Nos miró.

Primero a mí, con esos ojos que veían todo.

Después a la piba, que no tenía culpa de nada.

Y otra vez a mí, como calibrando el tamaño de mi error.

Entonces, sin alzar la voz, pero con la autoridad de un oráculo, soltó:

¡Guataplis!

Fue como si el mismísimo cielo hubiera hablado.

La chica, pobrecita, se levantó y se fue sin mirar atrás, como si supiera que no había manera de discutirle a ese conjuro.

Yo me quedé ahí, con el mate en la mano, mascando bronca y mucha vergüenza.

Pensé que mi vieja me había arruinado la tarde, el mes, la vida entera.

Pero el tiempo, que es un tramposo que te reordena los recuerdos, me enseñó otra cosa.

No me estaba castigando.

Me estaba salvando.

No de la chica, que era buena gente, sino de mí mismo, de ese pibe que todavía no sabía querer bien.

Mi vieja se fue en el 2007, en un suspiro, mientras dormía.

Y desde entonces, Guataplis ya no significa “andate”.

Ahora, cuando la recuerdo, esa palabra suena diferente.

Suena a mate calentito en una tarde de invierno, a su risa que llenaba la casa, a su manera de cuidarnos aunque a veces doliera.

Suena a ella, parada en la puerta, con los brazos cruzados y el corazón abierto, diciéndome sin palabras: “Acá estoy, todavía, cuidándote como siempre.”

Y yo, que daría cualquier cosa por escuchar ese conjuro una vez más, me quedo con el eco de su voz, suave, cantada, eterno. Guataplis.

Un superpoder que no se apaga nunca.

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Quién Está Detrás del Blog

RAUL O. LOPEZ

Nací en San Isidro, Córdoba, pero hace años ando instalado en Bahía Blanca.
No me defino como escritor de manual: soy más bien un coleccionista de historias. Algunas me pasaron, otras me contaron y unas cuantas me las inventé para que la vida sea más entretenida.

 

Un día me crucé con la vida olvidada de un granadero de San Martín y terminé escribiendo una novela histórica:

 

Bogado: El Héroe que No Nombran.

 

Eso me enseñó que las mejores historias no siempre están en los libros, a veces están escondidas en un cajón o en la sobremesa de un domingo.

Este blog es mi patio.

Vas a encontrar relatos, recuerdos, ficciones y esas anécdotas que se cuentan bajito, como para que no se escapen.
Algunas te harán sonreir, otras quizás te dejen pensando.

Pasá, sentate y ponete cómodo, dale...

Y si algo de lo que leas te toca, aunque sea un poquito, contámelo.

Porque escribir es lindo, pero compartirlo es mucho mejor.

Si te gustó, ya sabés que hacer...

Acá termina. Y no, no hay escena postcréditos como en Marvel.👋

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