El picaporte sonámbulo
- Raul oscar López
- 25 ago
- 3 Min. de lectura

Antes de que el mundo se volviera una distopía con barbijo, hicimos un viaje épico.
Éramos cinco: Gra, Leo, Dolo, Austin y yo, rumbo a Curuzú Cuatiá para recibir el Año Nuevo como corresponde. Una de esas travesías en las que el camino es tan importante como el destino.
Y en ese camino, paramos en Concepción del Uruguay, en lo de Edu y Susy, gente de esas que te llenan la casa de calor y la mesa de comida.
Y ahí, con esa cena que fue un abrazo al alma, Dolo conoció a una parte de la familia.
Despúes de Curuzú, seguíamos todos a Colón, Entre Ríos, donde habíamos alquilado unas cabañas en un lugar llamado El Alcázar, que terminó siendo —y lo digo sin exagerar— el paraíso en la tierra, el Woodstock de las vacaciones familiares, un lugar donde hasta los mosquitos parecían pedirte permiso antes de picarte.
Pero dejame frenar el bondi y volver a Concepción, porque ahí está el jugo de la historia.
Esa noche en lo de Edu y Susy era una prueba de fuego para Dolo.
¿Por qué? Porque Dolo, además de ser un amor de persona, tenía un pequeño detalle, un feature que no venía en el manual: era sonámbula.
Pero no sonámbula de las que se levantan, caminan dos pasos y se vuelven a la cama.
No, señor. Dolo era sonámbula nivel ninja, de las que podrían desarmar un motor de Falcon sin despertarse. Llegamos a la casa, nos recibió Susy con una mesa que parecía un banquete medieval.
Había de todo: asado, empanadas, ensaladas, postres que te hacían dudar si valía la pena seguir viviendo después de probarlos.
Comimos como si el apocalipsis estuviera agendado para las nueve de la noche.
Después, entre risas, anécdotas y un vinito que se coló en la sobremesa, nos fuimos a dormir.
La casa, grande, cómoda, con ese olor a hogar que tienen los lugares donde la gente es feliz.
Mi hermano Edu, precavido como siempre, activó la alarma antes de apagar las luces. “Por las dudas”, dijo, como si Concepción del Uruguay fuera el Bronx en los ochenta.
Y ahí empezó el quilombo.
Serían las tres de la mañana cuando la alarma arrancó a sonar como si estuviéramos en un atraco al Banco Nación.
Un estruendo que te hacía saltar de la cama con el corazón en la boca.
Nos levantamos todos como locos, corriendo en pijama, chocándonos entre nosotros, gritando pavadas tipo “¿Qué pasa?”, “¿Es un incendio?”, “¿Dónde está mi celular?”.
Y en el medio del caos, la vemos a Dolo.
Estaba parada en el living, inmóvil, como una estatua de cera en un museo de pueblo.
En la mano derecha, apretado como si fuera Excalibur, tenía un picaporte.
Sí, un picaporte.
El de la puerta que daba al patio, para ser exactos, que ahora estaba rota, partido al medio como si Dolo hubiera canalizado a Hulk en un mal sueño.
La alarma seguía sonando, los perros del vecino ladraban, y nosotros, entre el susto y la risa, intentábamos entender qué carajo había pasado.
Dolo, todavía dormida, miraba el picaporte con cara de “¿esto de dónde salió?”.
Cuando por fin la despertamos —con cuidado, porque a un sonámbulo no lo podés zarandear como si fuera un mate frío—, la pobre no tenía ni la menor idea de lo que había hecho.
“¿Yo hice qué?”, decía, mientras el resto de la familia la miraba con una mezcla de ternura y miedo, como si fuera una superheroína con un poder que nadie había pedido.
Resulta que Dolo, en su aventura nocturna, había decidido que la puerta al patio era el enemigo.
No sabemos si soñó que era una agente secreta o que estaba escapando de un reality show, pero el caso es que fue directo al picaporte y lo arrancó con una fuerza que nadie le conocía.
La alarma seguía berreando, y mi hermano Edu, con esa calma de quien ya vio de todo en la vida, dijo: “Bueno, mañana vemos cómo arreglamos esto. Ahora, a dormir”.
Y así, entre risas nerviosas y un par de chistes malos sobre sonámbulos, volvimos a la cama.
Dolo, muerta de vergüenza, juró que nunca más comía tanto antes de dormir.
Pero, seamos sinceros, esa noche fue el prólogo perfecto para las vacaciones en El Alcázar, donde cada día fue mejor que el anterior.
Y aunque el picaporte nunca volvió a ser el mismo, la anécdota de Dolo, la sonámbula que desarmó una casa, sigue siendo imbatible en cada sobremesa familiar.
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