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Y ahora... ¿Qué carajo hago con los lunes?

  • Foto del escritor: Raul oscar López
    Raul oscar López
  • 25 ago
  • 5 Min. de lectura
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El lunes siguiente a su jubilación se despertó a las siete menos cuarto, sin despertador.

Había soñado con una fotocopia que no salía nítida.

Se quedó sentada en la cama, con la espalda recta y las piernas cruzadas como en un parto emocional.

No dolía el cuerpo.

No dolía la cabeza.

Dolía el silencio.

Treinta y dos años, seis meses y nueve días.

Así decía la resolución.

Pero no decía que durante más de tres décadas había sabido a qué hora tomaba el café Elda, qué pastilla le tocaba a don Ramón, cuándo se iba a pelear Nora con la gente de archivo.

Sabía todo.

Era parte del edificio. Y ahora, jubilada, parecía que el hospital —o el juzgado, o el colegio, da igual— se había sacado un abrigo pesado.

No es que no tuviera planes.

Los tenía.

Leer, caminar, ver a las amigas, cuidar a los nietos. Todo eso venía anotado en una lista escrita con birome roja en la última hoja del cuaderno espiralado de trabajo.

Pero ahora, en pijama y con los rulos despeinados, se sentía como si le hubieran amputado un brazo invisible.

Seguía saludando al portero mentalmente cada mañana, aunque ahora pasaba de largo, con la bolsa del pan.

Y lo peor no era que la extrañaran poco.

Lo peor era que todo seguía funcionando.

Las primeras dos semanas las sobrevivió con una disciplina militar. El lunes lavó las cortinas. El martes pintó los marcos de las ventanas. El miércoles cocinó empanadas para seis personas (vivía sola). El jueves fue al centro y se compró un conjunto de jogging color lavanda que la hacía ver como una azafata jubilada de Aerolíneas.

El viernes durmió siesta.

El sábado y el domingo los sufrió como cualquiera, pero al lunes siguiente ya no le quedaban cortinas.

Ahí empezó lo raro.

Primero fue un mail. Una pavada.

Una compañera le escribió:

¿Te acordás dónde estaban las carpetas de licencias médicas del 2024?

Y ella, con los dedos más felices que en Navidad, respondió en diez segundos:

Están en la unidad K, subcarpeta 2024-A, dentro de “Casos Especiales”.

No dijo "un abrazo", ni "espero que estén bien". Pura eficiencia. Pero esa respuesta la hizo sentir viva.

Después vinieron otros:

¿Sabés si Marta tenía alguna licencia pendiente?

¿Quién firmaba cuando vos no estabas?

¿Te acordás cómo se cargaba lo del plus por ruralidad?

Sin darse cuenta, empezó a tener una especie de consultorio jubilatorio. Le escribían por WhatsApp, por mail, incluso una vez le mandaron un mensajito al fijo (¡al fijo!) con una duda sobre ART.

Ella los atendía con amor, pero también con una pizca de soberbia. Como quien reparte bendiciones desde el Olimpo.

Un jueves, a la siesta, se sentó en el patio con un mate frío y una duda tremenda:

"¿Y si vuelvo? No como empleada, claro. Pero… ¿y si voy? Una visita, una vueltita. Nadie me va a decir que no".

Se planchó la remera buena. Se pintó los labios color coral (“coral clarito, no el rojo puta”, como decía su madre).

Se tomó el 513 hasta la esquina del trabajo. Caminó hasta la entrada.

Y ahí se frenó.

Vio a todos de espaldas. El murmullo de siempre. Un par de compañeros nuevos. Una chica que no conocía estaba sentada en su silla, usando su mate. El nombre en la placa decía “Sonia”.

Volvió a casa sin entrar. Se sacó los zapatos, se sirvió un té con limón y se dio cuenta de una cosa enorme y dolorosa: el mundo sigue.

El trabajo sigue.

Todo sigue sin una.

Entonces lloró.

No por tristeza. No por enojo.

Lloró de duelo. Porque era eso: un duelo.

Y a la semana siguiente se anotó en un taller de escritura.

Dijo que iba para pasar el rato, pero empezó a escribir historias sobre una mujer que fue invisible treinta años hasta que la dejaron de ver.

Y ahí empezó a aparecer.

Después del taller de escritura, se le armó otra rutina.

Iba los martes y jueves a las seis de la tarde. Se ponía perfume, se planchaba los pantalones, y salía con una carpetita donde llevaba todo impreso “por si se corta la luz”.

Al principio no hablaba mucho. Escuchaba.

Una piba leía cuentos con finales abiertos que no cerraban nada.

Un flaco flaco escribía sobre gatos que hacían origami.

Y ella, calladita, pensaba: Esto es una pelotudez total.

Pero a la tercera semana se animó.

Leyó el cuento del hospital.

El de la jubilación.

El del lunes.

Y cuando terminó, nadie habló.

Pero uno —un gordito de anteojos que se reía siempre tarde— le dijo:

—Yo me sentí así cuando me dejó mi mujer.

Y eso la descolocó. Porque era eso. La habían dejado. El trabajo, los compañeros, el reloj, los lunes.

Todos la habían dejado sin decirle: no sos vos, soy yo.

Después empezó a escribir más.

Le puso nombre a la mujer del cuento: Lidia.

Lidia tenía la misma vida que ella, pero más literaria.

Lidia pensaba cosas que ella no se animaba a decir en voz alta.

Lidia, a veces, se vengaba.

Un cuento se llamaba “La silla de Sonia”.

En ese, Lidia volvía al hospital con una botella de perfume barato que olía igual al desinfectante.

Y lo rociaba en los cajones, en la silla, en el mate.

La nueva —Sonia— empezaba a sentirse mal, como poseída.

Un día dejaba de ir. Y nadie sabía por qué.

Pero Lidia sí.

Ese cuento lo leyó una sola vez. Después lo guardó.

Le dio miedo que alguien lo entendiera demasiado bien.

Algunos sábados, iba a la feria del barrio. Se compraba tres empanadas, un paquete de galletitas Lincoln, y se sentaba en la plaza a mirar gente.

Llevaba un cuaderno chiquito.

Anotaba frases. Observaciones. Conversaciones ajenas.

Un día escuchó a una mujer decirle a otra:

—Viste que cuando te jubilás, no es que perdés el trabajo. Perdés el espejo.

Y lo escribió. Con birome negra. Después lo pasó en limpio con la roja.

Porque todo lo importante, lo pasaba con la roja.

A veces le escribían del hospital.

Cada vez menos.

—¿Te acordás cómo era el formulario de ART?

—¿Había que firmar en azul o en negra?

—¿Vos usabas hoja oficio o A4?

Y ella respondía.

Pero sin apuro.

Sin urgencia.

A veces respondía mal.

A propósito. Y se reía.

Se reía sola.

Con una maldad chiquita.

La misma que tenía cuando, en los últimos años, sacaba la última hoja de la resma para que alguien más tenga que pedir otra.

Un viernes, en el taller, la profe les pidió que trajeran una historia de amor.

Y ella escribió una que no leyó.

Se llamaba: “No me toques los lunes”.

Era sobre una mujer que se enamoraba del portero del hospital, pero solo lo podía ver los lunes.

Porque los otros días ella no existía.

Y así fue.

Pasaban los días.

Ella seguía yendo al taller, paseando por la feria, escribiendo en los márgenes del silencio.

El lunes ya no dolía tanto.

Había aprendido a convertirlo en otra cosa.

Un espacio para no hacer nada sin culpa.

Un lugar donde, por fin, podía sentarse y decir:

—Hoy no tengo que salvar a nadie.

Y eso, aunque no se notara desde afuera, era una forma de seguir viva.


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Quién Está Detrás del Blog

RAUL O. LOPEZ

Nací en San Isidro, Córdoba, pero hace años ando instalado en Bahía Blanca.
No me defino como escritor de manual: soy más bien un coleccionista de historias. Algunas me pasaron, otras me contaron y unas cuantas me las inventé para que la vida sea más entretenida.

 

Un día me crucé con la vida olvidada de un granadero de San Martín y terminé escribiendo una novela histórica:

 

Bogado: El Héroe que No Nombran.

 

Eso me enseñó que las mejores historias no siempre están en los libros, a veces están escondidas en un cajón o en la sobremesa de un domingo.

Este blog es mi patio.

Vas a encontrar relatos, recuerdos, ficciones y esas anécdotas que se cuentan bajito, como para que no se escapen.
Algunas te harán sonreir, otras quizás te dejen pensando.

Pasá, sentate y ponete cómodo, dale...

Y si algo de lo que leas te toca, aunque sea un poquito, contámelo.

Porque escribir es lindo, pero compartirlo es mucho mejor.

Si te gustó, ya sabés que hacer...

Acá termina. Y no, no hay escena postcréditos como en Marvel.👋

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