Los abrazos no van al freezer
- Raul oscar López
- 10 sept
- 2 Min. de lectura

Uno diría que las peleas en la pareja —y en la familia— son tragedias mínimas, disputas de utilería.
No se fundan en conspiraciones palaciegas ni en amores contrariados; no.
Son por la mayonesa mal cerrada, por el control remoto que se esconde como un traidor, o por un “poné la pava” dicho con esa entonación que recuerda demasiado a un capataz.
Y entonces empieza la guerra fría doméstica.
Una guerra de silencios, de portazos ensayados para que suenen firmes pero no escandalosos, de territorios en la cama delimitados con una frontera invisible que exige pasaporte y aduana.
El problema no es pelearse, sino cómo terminar la función.
Porque pedir disculpas se parece demasiado a cambiar una lamparita quemada: todos saben que hay que hacerlo, nadie quiere subir primero a la banqueta.
Mientras tanto, la casa se ilumina con esa luz amarilla, triste, que no alcanza para ver bien pero sí para recordar que falta algo.
Y el tiempo —ese personaje que nunca se detiene— se lleva esas horas sin retorno.
El enojo se disuelve, pero queda un vacío, y el vacío siempre duele más que la furia.
Sucede también entre hermanos. De chicos se peleaban por la bicicleta o por quién lavaba los platos; de grandes, con familia propia y los padres que ya no están, se pelean por un gesto mal entendido en una Navidad o por una cargada. Y ahí ya no hay madre que los siente a la mesa ni padre que diga “basta”. El silencio se convierte en costumbre, y cada uno aprende a festejar los cumpleaños con la mitad de los abrazos ausentes.
Pedir perdón tendría que enseñarse como se enseña a andar en bicicleta: con torpeza, con rodillas raspadas, pero con la esperanza de que un día salga natural. Porque un “perdón” a tiempo rescata sobremesas, plazas y recetas heredadas que de otro modo se extravían para siempre.
Mi abuela —que no sabía nada de filosofía, pero lo sabía todo— lo resumía en una frase que vale más que cien bibliotecas: “Los abrazos no se guardan en el freezer”. No hay tecnología capaz de conservarlos para mañana. Si no se dan hoy, se pudren en la heladera del alma.
Por eso conviene bajar la guardia, ser un poco más ingenuos, un poco menos orgullosos, y lanzarse a decir ese “perdón” ridículo y necesario.
Porque la vida no espera: es un colectivo que pasa de largo y nos deja en la parada, solos, con las manos vacías.
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