El pintor que no movía los muebles
- Raul oscar López
- 11 sept
- 2 Min. de lectura

Cuando fuimos creciendo, cada uno fue agarrando su ruta.
Eduardo voló a Campana, César se dejó llevar por el ejército como quien se sube a un tren sin horarios. Laly se casó y se fue a vivir a la vuelta de casa, pero igual contaba como emigrada. Jorge y yo, Bahía Blanca. Paola se quedó un tiempo más, cuidando la retaguardia con mamá y papá.
Pero cada vez que se acercaban las vacaciones, el ritual se activaba.
—Van a venir los chicos —decía mamá, como si volvieran astronautas de una misión.
Y ahí arrancaba el operativo.
Papá —ya retirado, pero nunca inactivo— se ponía manos a la obra. O mejor dicho, a la brocha. Pintaba la casa, lustraba las sillas, barría el patio con energía de desfile militar.
Todo por orden de mamá, claro.
Ella lo supervisaba como general sin galones.
Pero había un detalle que nunca entendimos: papá no descolgaba los cuadros.
Ni corría los muebles.
Nada.
Pintaba alrededor.
Así que si te arrimabas a una pared y corrías el sillón, veías la historia de la casa en capas: el verde del '89, el crema del '96, el blanco apurado del 2003.
Como los anillos de un árbol familiar.
Y si sacabas un cuadrito de la Virgen, te encontrabas con un rectángulo del pasado, intacto, burlón.
—¡Viejo! ¡Así no se pinta! —gritaba mamá desde la cocina.
—¿Y qué querés? ¿Descolgar todo para que lo vuelva a colgar torcido? —decía él, sin levantar la vista.
Mamá resoplaba.
Nosotros llegábamos.
Y la casa, con sus manchones invisibles y su pintura parcheada, nos abrazaba igual.
Porque no importaba si las paredes estaban parejas.
Lo importante es que la casa todavía nos esperaba.
Con olor a nuevo, pero con las marcas de antaño.
Y el amor de siempre.
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