El almacén del amor
- Raul oscar López
- 21 sept
- 2 Min. de lectura

Mi vieja, un día, decidió que además de madre también quería ser almacenera, heladera y —si pintaba— repartidora. No para hacerse rica, ojo. Lo hizo para ayudar con la olla… y de paso, para darse un gustito. Lo que nació como un proyecto con caja chica y muchas ilusiones, terminó siendo el kiosco más entrañable del mundo: uno donde todos comían y nadie pagaba.
El comedor de casa quedó partido al medio por una estantería roja, alta como frontera: de un lado, la vida familiar con su mesa de fórmica y el olor a guiso; del otro, un mostrador con balanza, cortadora de fiambre, y una heladera de cuatro patas que parecía un mueble de ciencia ficción. En teoría, ahí se vendía. En la práctica, era como poner un buffet libre... en el living.
La clientela más fiel éramos nosotros. Y ella misma. Mi vieja era la primera en abrir un tarro de helado “para probar que no estuviera cristalizado”. Y detrás caíamos todos, como hormigas al azúcar. Cada uno con su “compra”, anotada en libretas que ya eran novelas de deuda. A veces firmábamos como nosotros, a veces con seudónimos. Había un tal “Anónimo Agradecido” que debía medio kiosco.
Papá se enteraba y montaba el numerito. Gritaba como si fuéramos a ir todos a la corte marcial. Pero era puro teatro. Sabía que la economía estaba en rojo, sí… pero con la panza feliz. Y eso, en su escala de valores, cotizaba más que el sueldo.
El menú era un poema: helados caseros en cubeteras con palitos de escarbadientes, hasta que llegaron los de verdad, los de colores imposibles: los helados “Laponia”. Latas de galletitas con tapa de vidrio, merengues (la debilidad de César), sanguchitos de fiambre que mi vieja preparaba para los partidos en la canchita de enfrente, y gaseosas Pritty —las de verdad, las que te pintaban la lengua y la infancia.
Fue un negocio redondo… salvo por el detalle de que no dejaba un peso. Papá terminaba poniendo plata de su bolsillo para pagarle al repartidor. Fue, quizás, la primera empresa del mundo donde el patrón subsidia la quiebra… por amor.
Pero ¿sabés qué? Nosotros éramos millonarios. Porque vivíamos con helado en la boca, olor a galletitas en la casa, y la certeza de que la felicidad —a veces— entra por la puerta del comedor, disfrazada de almacén.
Un relato precioso! Yo no conocía la historia pero me pude transportar al momento y reírme, sentirme parte sin serlo, sentir nostalgia sin haberlo vivido. Nunca bajes los brazos, seguí asi que las letras encontraron su objetivo cuando escribís, un orgullo papá.
Uff...se me pianto un lagrimón de felicidad!