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Cuando las ideas no encajan en la realidad

  • Foto del escritor: Raul oscar López
    Raul oscar López
  • 22 ago
  • 3 Min. de lectura
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A Diego el piano le cayó como los tíos que aparecen en Navidad con olor a ginebra y ganas de darte un beso: sin aviso, sin ganas y sin salida.

El aparato llegó al living cuando él tenía once. Un piano heredado, más grande que la heladera, que entró en la casa como si fuera un elefante traído en cuotas. Venía de la madrina de su hermano Victor, que en un rapto de generosidad (o venganza, nunca se supo) decidió regalárselo. Victor, con catorce, estaba más preocupado en desabrochar corpiños que en leer partituras, así que el monstruo quedó ahí, arrumbado al costado del televisor, juntando polvo y bronca.

La madre no iba a dejar pasar semejante “regalo de la vida” y puso los ojos en Diego, el más chico, el más bueno, el más fácil de convencer. Y ahí arrancó el martirio. Al principio él fue contento a las clases, como quien empieza karate pensando que en tres meses va a cagar a trompadas a los Power Rangers.

Pero la profesora era alemana, dura como taladro de ferretería, y enseñaba como si en lugar de piano estuviera repartiendo multas. Cada clase era un Nüremberg con teclado. Obviamente, Diego la odiaba más que a las tablas de multiplicar.

La madre, con mentalidad de vanguardia, la cambió por otra profe. Esta tomaba vino desde antes del mediodía y tocaba con un aire de “a mí la vida me pasó por arriba”. Diego la detectó al toque: era de esas personas que hacen de la tristeza un hobby. Nadie le creyó. Lo que sí le creyeron fue que “abandonó por falta de interés”. Nadie pensó que quizá el problema no era el piano, sino los instructores que parecían extras de un documental sobre derrotas.

El piano se terminó vendiendo (Victor lo canjeó por un viaje de egresados, porque siempre supo hacer negocios turbios). El living volvió a ser un lugar feliz. Pero la semilla había quedado. Y años después, Diego intentó otra vez.

Una tía ex concertista, que en su currículum podía poner “estudié con Scaramuzza como Argerich” pero en la práctica era “enseñé a sobrinos que no querían estudiar”, lo rescató. Y Diego se ilusionó. Pero había un problema: ya no tenía piano. Y estudiar música sin piano es como entrenar natación en la bañadera. Así que se compró uno con sus ahorros. El día que lo entraron al departamento, Victor agarró el bolso y se fue: la convivencia con pianos siempre le pareció un drama.

Diego, con veintipico, se puso en modo Rocky Balboa de la música. Quería ser Daniel Baremboim. No parecido, no inspirado: no, ÉL. Y creyó que con cuatro horas diarias lo lograría. No importaba que Baremboim hubiese empezado a los tres, o que sus manos fueran patrimonio de la UNESCO. Él confiaba en la fuerza de voluntad.

Spoiler: la voluntad no afina.

Entre la facultad, la novia y el gimnasio, apenas si llegaba a dos horas por día. Y cada vez que no cumplía, se odiaba. Las cuatro horas se convirtieron en su horóscopo: si las hacía, el futuro brillaba; si no, la vida era una porquería.

Pasaron los años. Mejoró, claro. Pero nunca como él quería. Hasta que un día fue al concierto de su propio profesor, un señor con cincuenta años de piano encima. Sonó la Apassionata de Beethoven, y a Diego le dio tristeza: el viejo era bueno, sí, pero no era un dios. Si él, con toda una vida encima, no llegaba a Baremboim, ¿qué quedaba para él, que ya puteaba si tenía que practicar más de dos horas?

Salió del teatro antes del aplauso y ese mismo día abandonó.

Dos años después, volvió. Probó con jazz. Lo devoró otra vez la vocecita interna de “perfección o nada”.

Cinco años después, volvió de nuevo. Esta vez con rock, con baladas, con canciones para amigos en una juntada. Y ahí entendió.

No era que él no había sido suficiente. Era que su vara de medir estaba rota. No se trataba de ser Baremboim. Se trataba de ser él, tocando algo lindo, cagándose de risa con los demás.

Por fin, después de tanto piano arrumbado, tanta profesora con olor a derrota y tanta autoexigencia al pedo, Diego se convirtió en músico.De verdad.

Aunque ojo: tampoco la pavada. Si lo escuchás ahora, no vas a decir “ah, mirá, este es el nuevo Baremboim”.

Vas a decir: “che, toca lindo el pibe, ¿no habrá laburado en un crucero?”.

Y está bien. Porque la vida, al final, no es brillar en el Colón: es estar en la sobremesa de un asado, alguien que canta arriba, y vos que lo acompañás en el piano sin que nadie se aburra.

Eso es ser músico.

Lo demás, puro chamuyo.

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Quién Está Detrás del Blog

RAUL O. LOPEZ

Nací en San Isidro, Córdoba, pero hace años ando instalado en Bahía Blanca.
No me defino como escritor de manual: soy más bien un coleccionista de historias. Algunas me pasaron, otras me contaron y unas cuantas me las inventé para que la vida sea más entretenida.

 

Un día me crucé con la vida olvidada de un granadero de San Martín y terminé escribiendo una novela histórica:

 

Bogado: El Héroe que No Nombran.

 

Eso me enseñó que las mejores historias no siempre están en los libros, a veces están escondidas en un cajón o en la sobremesa de un domingo.

Este blog es mi patio.

Vas a encontrar relatos, recuerdos, ficciones y esas anécdotas que se cuentan bajito, como para que no se escapen.
Algunas te harán sonreir, otras quizás te dejen pensando.

Pasá, sentate y ponete cómodo, dale...

Y si algo de lo que leas te toca, aunque sea un poquito, contámelo.

Porque escribir es lindo, pero compartirlo es mucho mejor.

Si te gustó, ya sabés que hacer...

Acá termina. Y no, no hay escena postcréditos como en Marvel.👋

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