Seis días para volver a verte
- Raul oscar López
- 1 oct
- 2 Min. de lectura

Él no se mide la vida en años ni en cumpleaños: la mide en torneos.
Puede decir sin dudar en qué semestre nació su hija (“en el Clausura donde descendimos”) o cuándo conoció a su mujer (“fue el año que compramos al nueve paraguayo”).
El tiempo se le ordena con camisetas y goles, como si el almanaque fuera una tabla de posiciones.
Vive lejos, en otra provincia.
A la cancha la ve por fotos, por tele o en algún viaje excepcional, como quien va a un santuario.
No es de los violentos, ni de los que coleccionan carnets de visitante.
Es de los que hacen silencio cuando el partido se pone feo, de los que hablan con la pantalla como si el arquero pudiera escucharlo.
De los que salen al patio cuando hay una tanda de penales, porque no soporta la ansiedad.
Es de esos que acomodan la bufanda en la silla y ponen el mate en la mesa, porque siente que el orden doméstico influye en el resultado.
Y si pierde, se pasa la semana con la mirada torcida, como si la derrota hubiera sido un asunto personal.
Un día, el equipo salió campeón después de décadas.
Y él, que estaba solo en su casa, apagó la tele y se fue caminando a la plaza con la camiseta puesta. No había nadie.
Ni bocinazos, ni banderas, ni caravanas.
Pero él igual levantó los brazos y gritó.
Gritó como si lo escucharan.
Como si del otro lado de esos setecientos kilómetros, los jugadores supieran que un desconocido en un pueblo remoto lloraba por ellos.
Lo vieron los vecinos desde las ventanas: un hombre grande, con un termo en la mano y la camiseta transpirada, girando alrededor de la fuente seca de la plaza como si fuera el estadio de sus amores.
Algunos se rieron, otros se conmovieron.
Y él siguió dando vueltas, cantando canciones inventadas, agradeciéndole a un equipo que jamás sabrá su nombre.
Ser hincha desde lejos es eso: amar sin condiciones, sufrir a distancia, festejar en soledad.
Y, sobre todo, tener la certeza de que, aunque nadie lo entienda del todo, aunque parezca ridículo o exagerado, uno no elige a quién querer.
Te elige el club, te agarra de chico y no te suelta más.
Por eso, cada lunes, cuando se levanta para ir a trabajar, no dice “hoy empieza la semana”.
Dice: “faltan seis días para volver a verlos”.
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