Penales en la oscuridad
- Raul oscar López
- 24 sept
- 2 Min. de lectura

El verano en el barrio siempre fue un poco cruel. Calor pegajoso, perros flacos buscando sombra y la vida que parecía transpirar con nosotros. Ese diciembre, el aire estaba tan espeso que hasta los ventiladores parecían rendidos. Pero la tarde traía un plus: la final del torneo de los sábados. Villa España contra Defensores.
La cancha estaba que ardía. Literal. El pasto era un recuerdo amarillo y la tierra se levantaba en cada pisada como si no quisiera quedarse sola. A los costados, tablones clavados a las apuradas hacían de tribuna, con vecinos que agitaban botellas de plástico llenas de agua caliente. El partido venía cero a cero, trabado, y cuando el árbitro —un gordo querido por todos, capaz de cobrar un lateral con una sonrisa y de pedir mate en medio del segundo tiempo— pitó el final, ya sabíamos que iban a ser penales.
Fue en ese momento que la luz se apagó. No la del cielo: la del barrio entero. Un corte eléctrico que dejó a medio pueblo en penumbras. Primero hubo un silencio raro, como si alguien hubiera bajado el volumen del mundo. Después, un murmullo de queja y carcajada mezcladas recorrió la tribuna improvisada.
—¿Y ahora?
La solución fue tan obvia como imperfecta. En minutos, los vecinos que tenían auto se acercaron a la cancha, estacionaron alrededor y encendieron las luces altas. Los motores ronroneaban como fierros ansiosos y los faroles abrían túneles de claridad que se cruzaban en la polvareda. El fútbol, otra vez, se negaba a morir.
El primero en patear fue un pibe de Villa España, flaco como tiento, con la camiseta transpirada pegada al pecho. La pelota parecía más grande que él. La acomodó con solemnidad y cuando levantó la vista no vio un arco: vio un resplandor raro, un arco fantasma dibujado entre sombras y haces de luz. Tiró afuera, y la hinchada improvisada soltó una mezcla de aplauso y silbido cariñoso.
La tanda siguió entre bocinazos que hacían de silbato, motos que metían ruido como si fueran bombos y gargantas roncas que se gastaban en insultos afectuosos. Cada remate levantaba polvo, y por un segundo la pelota desaparecía en la penumbra hasta que rebotaba contra la red. Cada gol era un estallido de vidrios: bocinas, gritos, algún perro ladrando sin entender nada.
En una de esas, mientras buscábamos la pelota que había quedado perdida en la zanja, me sorprendí pensando que al final no importaba quién ganara. Que el campeonato, en serio, ya lo habíamos ganado todos. Porque esas cosas no las organiza nadie: suceden. Y quedan.
A la mañana siguiente, con la luz de verdad, nadie se acordaba de cuántos penales se metieron ni de quién se consagró campeón. Pero todos sabíamos que habíamos estado ahí, en la cancha torcida de tierra, en la noche en que el fútbol se jugó a faroles.
Y eso, al final, era lo único que importaba.
Comentarios