Papi, no te escucho...
- Raul oscar López
- hace 3 días
- 2 Min. de lectura

Papá era un hombre de rostro firme.
De esos que no hacen chistes, pero cuando los hacen, te dejan doblado.
Era militar, sí.
Pero con mamá tenía un código distinto.
Un idioma sin voz.
Mamá, con los años, fue perdiendo el oído.
No de los dos oídos, del izquierdo.
Ni todo de golpe.
Primero los murmullos, después las voces suaves… hasta que un día los pajaritos dejaron de cantar para ella.
Pero nunca perdió la dulzura ni las ganas de escucharlo a él.
Entonces papá —ese hombre que imponía respeto solo con el ceño fruncido— empezó a jugar.
Le hablaba bajito.
Muy bajito.
Pero exageraba los gestos como un mimo de uniforme.
Movía las cejas, abría mucho la boca, señalaba cosas con solemnidad… pero no decía nada.
Y mamá, siempre sentada en la punta de la mesa, lo miraba con su paciencia infinita y le decía, como si fuera un rezo de amor:
—Papi, no te escucho...
Y él sonreía apenas, como si fuera un niño al que no le descubrieron la travesura.
A veces, solo movía los labios, sin soltar ni una sílaba, y ella se desesperaba:
—¡Pero hablame fuerte, papá! ¡Que no te entiendo nada!
Entonces él soltaba la carcajada.
Y mamá, fingiendo enojo, lo retaba con ese “viejo loco” que en realidad quería decir “te amo así, como sos”.
Ese era su romance.
Un amor que se contaba con silencios.
Con bromas mudas.
Con gestos que solo ellos entendían.
Después mamá se fue....
Y papá, durante un tiempo, seguía gesticulando solo en la cocina, frente a la pava o al mate.
Tal vez por costumbre.
Tal vez porque todavía le hablaba a ella...
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