Mi momento
- Raul oscar López
- 2 oct
- 3 Min. de lectura

Hay algo en el momento posterior a la cena que me reconcilia con el mundo.
La casa entera parece aquietarse, como si hubiera encontrado al fin su ritmo natural.
Gra se mueve en la cocina con esa precisión que solo da la costumbre convertida en arte, y yo la observo desde lejos sabiendo que hay gestos que uno podría contemplar toda la vida sin cansarse.
Leo recoge los platos con una lentitud deliberada, como si cada movimiento fuera parte de una ceremonia íntima que nadie más puede ver.
Yo me encargo del resto: los platos que hay que lavar, el piso que hay que barrer, la basura que hay que sacar.
No es que nos hayamos puesto de acuerdo.
Es que las cosas buenas de la vida rara vez necesitan explicación.
Akira conoce la liturgia mejor que nadie.
Cuando tomo la bolsa de residuos se incorpora sin necesidad de que la llame, y me sigue hasta la reja, no sale a la vereda se queda sentada con la solemnidad de quien entiende que está a punto de comenzar algo importante. No hay ladridos innecesarios: solo la compañía silenciosa de quien sabe que hay momentos sagrados.
Me siento en el borde de la tumbona —ese pequeño trono de madera que le hice como regalos a Gra desde donde gobierno mi reino de cesped y plantas— y enciendo el cigarrillo que marca el final del día.
Abro la aplicación de ajedrez y ahí están, esperándome: un jubilado de Serbia que mueve sus piezas con la paciencia de quien ya no tiene prisa por nada, una muchacha de Quito que se toma cada jugada como si fuera a decidir el destino del universo, un japonés que siempre despliega la misma apertura con la constancia de un ritual.
A veces intercambiamos algunas palabras corteses al terminar la partida.
Otras veces, el silencio basta.
Pero ahí están, del otro lado del mundo, y a mi me intriga desde que lugar jugaran la partida, supongo que ellos harán lo mismo.
Y eso, de alguna manera misteriosa, nos une a todos.
Cuando la temperatura acompaña y la noche se vuelve generosa, prolongo la ceremonia.
Me quedo bajo las estrellas, con la espalda apoyada contra la madera que aún conserva el calor del día, y dejo que los pensamientos fluyan sin rumbo fijo, como agua que encuentra su cauce.
Pienso en mi familia dispersa, cada uno en su casa, cumpliendo sus propios rituales nocturnos.
Los imagino cenando, mirando televisión, discutiendo con la tecnología o simplemente existiendo en esa quietud doméstica que nos protege del mundo.
Me pregunto cómo habrá transcurrido el día de cada uno, si se habrán reído de algo, si habrán pensado en mí aunque sea un instante.
Y cuando hay un viaje programado, entonces la imaginación se desboca: ya estoy recorriendo el itinerario mental, armando el rompecabezas de los encuentros futuros, anticipando abrazos y sobremesas, anécdotas que aún no existen pero que ya tienen el sabor de lo inevitable.
Mientras tanto, Akira se acomoda cerca y suspira con esa profundidad que solo tienen los suspiros de los perros satisfechos.
El cigarrillo se consume solo, la partida de ajedrez queda en suspenso, y yo permanezco ahí un rato más, custodio de este momento que es completamente mío.
Porque en esa extraña alquimia de humo, estrellas y memoria, algo se ordena dentro de mí.
Como si el día encontrara por fin su sentido, y yo recordara, una vez más, quién soy cuando nadie me está mirando.
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