El último partido
- Raul oscar López
- 11 sept
- 3 Min. de lectura

En el barrio Luján de Bahía Blanca, donde las calles parecen susurrar historias que nadie escribe, vivía Rubén Ledesma.
A simple vista, un jubilado más, con su casita baja, sus jazmines trepados en la reja y una bicicleta que parecía sostenerse por pura costumbre.
Pero los hombres, amigos míos, no son solo lo que se ve.
Hay quienes, en el fondo de sus ojos, guardan un relámpago, un instante que los define para siempre.
Y Rubén, cuando cerraba los párpados, no era un abuelo ni un ex empleado de comercio.
Era el nueve de Pacífico, el hombre que hizo temblar el cielo con un gol imposible.
Corría el año 1978, cuando los sueños aún se jugaban en canchas de tierra y las tribunas olían a choripán y a esperanza.
Pacífico enfrentaba a Villa Mitre en la final de la Liga del Sur.
La cancha, un rectángulo de barro y pasión, estaba repleta de almas que latían al unísono.
Los tablones crujían como si supieran que algo grande estaba por pasar.
Cero a cero, un partido trabado, áspero, donde cada pelota disputada era un tratado sobre la dignidad.
Faltaban diez minutos, y el destino, que siempre anda disfrazado de casualidad, tiró un pelotazo cruzado desde la mitad de la cancha.
La pelota bajó lenta, casi perezosa, como si quisiera darle tiempo a Rubén para decidir su lugar en la historia.
Él, con la calma de los predestinados, la acomodó con el pecho, como quien acaricia un recuerdo querido.
Y entonces, sin pensarlo —porque los milagros no se piensan, se hacen—, le pegó de volea con toda el alma.
La pelota voló, libre, insolente, y se clavó en el ángulo.
La red se estremeció, la tribuna rugió como un océano enfurecido, y el barrio Luján, por un instante, fue el centro del universo.
Rubén Ledesma, abrazado por sus compañeros, bañado en el sudor y el barro, miró a la tribuna y vio a su madre, doña Carmen, con un rosario en las manos, llorando con un orgullo que no cabe en las palabras.
Fue campeón.
Fue inmortal.
Pero el tiempo, ese tahúr tramposo, no respeta ni los goles más gloriosos.
Una rodilla rota, como un decreto del destino, le cerró las puertas de la primera división.
Vinieron después los trabajos grises, los colectivos que traqueteaban al alba, las facturas que había que pagar.
La vida, que no entiende de épica, lo fue llevando por otros caminos, lejos de los potreros y las ovaciones.
Sin embargo, amigos, no crean que Rubén se rindió.
Porque hay hombres que, aun en la derrota, llevan el brillo de un gol en el alma.
Hoy, en el patio de su casa, Rubén mira a sus nietos patear una pelota contra el portón.
Marta, su compañera de siempre, le alcanza un mate con esa ceremonia silenciosa que tienen los amores largos. Y él sonríe, porque sabe algo que los jóvenes todavía no entienden: que la gloria no está en las figuritas ni en los titulares. La gloria está en el eco de aquella hinchada, en el recuerdo del barro pegado a las piernas, en la pelota que aún entra al ángulo cuando cierra los ojos.
Pero, sobre todo, está en los días quietos, en los jazmines de la reja, en los gritos de los nietos que hacen temblar el portón.
Rubén Ledesma, el nueve de Pacífico, no salió en los diarios.
No tiene una copa en una vitrina.
Pero tiene un campeonato más grande, uno que el tiempo no puede robarle: su familia, su casa, su vida.
Y mientras el sol se pone en el Luján, Rubén entiende que aquel gol, aquel relámpago de 1978, no fue solo un gol. Fue la prueba de que, aunque sea por un instante, todos podemos tocar el cielo.
Y eso, amigos míos, es suficiente para seguir viviendo.
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