El instante antes del trueno
- Raul oscar López
- 14 ago
- 1 Min. de lectura
Actualizado: 19 ago

Cuando me senté a escribir el primer capítulo de Bogado, no pensé en fechas, ni en uniformes, ni siquiera en nombres.
Pensé en el silencio. Ese silencio espeso que debe haber justo antes de que un hombre cargue contra otro.
Me imaginé la línea de batalla: dos grupos de seres humanos mirándose a la cara, separados por un puñado de metros y un océano de miedo.
No hay humo todavía, no hay choque de aceros.
Sólo la certeza de que en segundos todo se va a romper.
Y la otra certeza, más íntima y punzante: quizás yo no vea otro amanecer.
Quise escribir eso.
No el hecho histórico en sí, sino lo que se siente en el estómago y en el pecho.
La respiración pesada.
El temblor que uno quiere disimular.
El sabor metálico de la boca, que puede ser sangre o pura ansiedad.
Pensé en esos soldados de hace más de doscientos años.
Sin teléfonos, sin refugios seguros, sin promesas.
Viendo al enemigo de frente, con el uniforme impecable, y sabiendo que en minutos quizás uno de los dos ya no esté.
Ese instante previo, esa fracción de segundo en la que el universo parece contener la respiración, es lo que quise atrapar con palabras.
Que el lector no sólo lea —que huela la pólvora, que sienta el peso del sable en la mano, que escuche el tambor del corazón, y que entienda que la gloria, a veces, viene disfrazada de miedo.
Por eso, el capítulo uno nació así: no como una crónica de batalla, sino como la confesión muda de un hombre a punto de lanzarse contra el destino.
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