Travesuras y heridas
- Raul oscar López
- 22 sept
- 3 Min. de lectura

De chico, cuando viviamos en Córdoba, yo era un combo de travesuras y guardias médicas.
Tenía cinco, seis años, y ya formaba parte de una cofradía de dementes: la banda de la cuadra.
Inventábamos juegos que hoy, si los ves en la letra chica de un seguro, aparecen en la lista de “cosas que no cubrimos ni a palos”.
Uno de ellos era pararse descalzo arriba de un hormiguero de hormigas rojas. Sí, descalzos. Competencia de machos. El que aguantaba más sin llorar, ganaba. Lo único que nos llevábamos era los pies convertidos en mapas lunares, llenos de cráteres rojos.
Después estaba mi especialidad: trepar, caerme y romperme algo.
Una tarde íbamos con toda la familia a buscar a la abuela (nunca supe si era la de mi vieja o la de mi viejo).
En la vuelta vi un muro medio derruido y, claro, allá fui. Me subí, salté… y terminé en un pozo. Resultado: brazo quebrado en tres partes. Me enyesaron como el traste y todavía hoy lo tengo chueco.
Ese yeso mal puesto es mi firma de nacimiento, pero más torpe.
Mi vida era un festival de raspaduras. Me trepaba a los árboles, me caía de la bici, me peleaba con la vereda.
Una vez me atropelló una moto, de esas con el parabrisas hasta arriba y me dejó tres costillas hechas añicos. Me acuerdo de César con Jorgito en brazos: al verme tirado en el ripio, largó al bebé al piso como si fuera un bolso y vino corriendo a buscarme.
Lindo reflejo fraternal.
Yo, mientras tanto, parecía un salame rebozado.
Encima tenía convulsiones febriles, y me enchufaban inyecciones cada tanto. Odiaba tanto las agujas que inventé el método ninja: esconderme en armarios, debajo de la cama, o subirme a los árboles hasta que mi vieja desistiera.
Desde arriba me sentía intocable, con el viento de cómplice.
Eso era cuando no estaban mis hermanos, (ellos podían trepar y bajarme) pero mi vieja no sabía qué más hacer. Intentaban sobornarme con galletitas Duquesa —mi debilidad— o amenazarme con el infierno.
Me acuerdo el sonido del anillo metálico de la enfermera cuando agitaba la jeringa, eso me helaba la sangre, ese ruido era el himno nacional del pánico.
Hubo otras perlitas: me rompí la nariz gritando un gol de la Selección desde una ventana; me fracturé un dedo de tanto frenar mal en la bicicleta; y una vez me tomé todas las pastillas de un frasco de mi vieja como si fueran caramelos. Terminamos en el hospital y mi familia al borde del colapso.
Todo eso —los golpes, el miedo a las agujas, las Duquesas de rescate, los árboles como refugio— fue la tela con la que se cosió mi infancia.
Una mezcla de peligro y picardía.
Y aunque siempre había algún grito, al final terminábamos riendo.
Porque en mi casa, después del caos, el silencio nunca llegaba solo: llegaba con carcajadas.
Y ahí aparecía mi abuela Roberta.
Una mujer chiquitita, con el pelo gris, siempre recogido en un rodete atrás de la cabeza. Yo una vez la vi peinándose y casi me caigo de culo: lo tenía larguísimo, como Rapunzel versión Sauce.
Pero la magia duraba lo que tardaba en encontrar una ramita. Porque sí, lo primero que hacía al llegar era buscar un palo flaco pero firme.
Su vara de justicia.
Y si te mandabas una cagada, ¡zas!, directo en las pantorrillas.
Así enseñaba ella. Pedagogía rural, edición limitada.
Cada tanto se aburría de Sauce y salía de gira, como Los Chalchaleros, a visitar a sus hijos desperdigados por el país. Caía en las casas, se instalaba una temporada, dejaba anécdotas y marcas en las piernas de todos los nietos. Así vivió. Y así murió: en la estación de tren en Buenos Aires, del corazón, como si el viaje fuera parte de su manera de existir.
Con los años, me doy cuenta de que mi viejo repitió la misma costumbre: una vez al año salía a visitar a sus hijos. La parada era siempre la misma: Concepción del Uruguay, Bahía Blanca y Río Gallegos.
Un itinerario más de amor que de turismo, como una especie de legado rodante de la abuela Roberta.
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