La enseña del cielo y el manto
- Raul oscar López
- 5 sept
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 8 sept

La Enseña del Cielo y el Manto
A la vera del Paraná, 27 de febrero de 1812
El calor bajaba del cielo como plomo.
Los hombres estaban formados en cuadro.
Algunos limpiaban el sudor con la manga.
Otros apretaban los labios.
No sabían del todo qué pasaba, pero sentían que era algo distinto.
Belgrano montaba un caballo oscuro, inquieto, que giraba las orejas a cada zumbido de mosca.
A su lado, Heredia sostenía un cuaderno abierto, apoyado sobre la palma como si le pesara menos que el momento. Detrás, firme, José Félix Bogado.
El río murmuraba cerca, entre sauces y barro.
Y en el aire, ese silencio espeso que aparece justo antes de algo que uno no sabe si va a poder explicar más tarde.
En ese momento, un hombre avanzó con paso seguro. Cosme Maciel, ayudante del comandante Escalada, tenía en las manos una bandera nueva, celeste y blanca.
Sin escudos. Sin adornos. Tela limpia.
Las mujeres que la habían cosido estaban cerca: María Catalina Echevarría y otras vecinas.
No decían nada. Pero sus ojos estaban clavados en la tela, como si cada puntada todavía doliera un poco en los dedos.
Maciel la izó sin ceremonia forzada. Ató el extremo con torpeza, pero firme.
Entonces, por primera vez, la tela subió.
Celeste y blanca.
El viento la tomó con calma, suave, como si también necesitara verla.
Belgrano alzó la voz:
—Soldados de la Patria. En este punto hemos tenido la gloria de vestir la escarapela nacional. En aquel… —señaló hacia la batería que apenas asomaba detrás de unos árboles— nuestras armas aumentarán sus glorias.
Hizo una pausa. Respiró hondo.
—Juremos vencer a los enemigos interiores y exteriores. Y que esta tierra, algún día, sea el templo de la independencia.
Alzó su brazo hacia la enseña, que flameaba con elegancia.
Volvió a mirar a los hombres. No levantó el tono. No lo necesitó.
—Si lo juráis… decid conmigo: ¡Viva la patria!
El grito salió entero, con tripa y garganta.
Algunos levantaron el sombrero. Otros, la mirada al cielo.
Heredia miraba la bandera.
—Parece el manto de la Virgen —murmuró. Bogado bajó la vista un segundo. Se llevó la mano al pecho, donde la medallita descansaba tibia. La sacó apenas. El borde de la Virgen de Itatí estaba gastado, pero la túnica aún conservaba un tono pálido, entre cielo y hueso, como la bandera que flameaba ahora.
No dijo nada. Volvió a guardarla bajo la camisa.
—Esa es la señal, José —dijo Heredia, bajo—. No hay vuelta atrás.
Bogado asintió.
Días después llegó una carta. El Triunvirato. Tono seco. Reproche. Decían que ni la escarapela ni la bandera estaban autorizadas. Que se había adelantado. Que no correspondía. Pero Belgrano ya no estaba.
El 19 de marzo partió al Norte. Se despidió de Heredia y Bogado con un apretón de manos y poco más. El gesto era el mismo que antes. Pero los ojos ya no.
—Aguanten lo mejor que puedan y no bajen los brazos —les dijo antes de montar.
Heredia lo miraba alejarse.
—Que Dios guíe sus pasos —dijo.
—Y a nosotros nos dé fuerzas para quedarnos—respondió Bogado, sin sacarle la vista de encima.
La bandera seguía ondeando.
El río seguía hablando.
Y Rosario, sin su comandante, volvía a ser tierra de espera, pero ya no de resignación.
Porque esa tela, esa medalla, y esos hombres, habían jurado algo.
Y el que jura, aguanta
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