El árbitro fantasma
- Raul oscar López
- 16 sept
- 2 Min. de lectura

El árbitro fantasma
Hay historias que se cuentan en los cafés de barrio, entre pocillos de loza gastada y un bandoneón que suena más por costumbre que por convicción. Una de esas historias habla de un árbitro. No un gran árbitro, ni uno de renombre. Apenas un señor de bigote prolijo, saco raído y silbato oxidado.
Dicen que una tarde, en la final de un torneo de potreros, cobró un penal que no fue. Nadie sabe si lo hizo por error o por compasión hacia un equipo que siempre perdía. La cuestión es que ese fallo injusto lo persiguió hasta el final de sus días. Murió con la certeza de haber torcido la historia por un capricho o por un impulso de piedad.
Lo curioso empieza después. En más de una cancha del conurbano, los jugadores aseguran escuchar un silbato en momentos decisivos, aunque el árbitro de turno permanezca en silencio. Algunos arqueros, justo antes de un penal, juran haber visto una mano invisible señalar el punto fatídico.
Uno podría decir que son supersticiones. Pero conviene sospechar que la pasión humana deja huellas en la tela del tiempo. Que ciertos remordimientos no se disuelven con la muerte y siguen arbitrando partidos donde se juegan otras cosas: la justicia, la esperanza, la memoria.
Tal vez ese viejo árbitro todavía camine entre los tablones gastados, soplando un silbato que nadie ve, intentando reparar, en la eternidad, lo que en la vida terrenal salió torcido.
Y acaso —solo acaso— lo que nos quiere decir es que el fútbol no se parece a la vida. El fútbol es la vida: una serie de decisiones tomadas bajo presión, con la ilusión de que haya justicia aunque sepamos que nunca la habrá del todo.
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