El azar armó la primera jugada
- Raul oscar López
- 8 oct
- 4 Min. de lectura

Uno siempre cree que elige.
Que toma decisiones, que se abre paso con un machete por entre la selva de la vida.
Pero si uno se detiene un instante, descubre que hay manos secretas acomodando el tablero.
Yo venía del Colegio Militar con la mochila vacía de certezas.
No sabía hacia dónde apuntar.
Entonces mi hermano César me lanzó una frase que me cambió el rumbo:
—Venite a casa, que hay lugar.
Ahí empezó a girar otra rueda.
Llegué a Bahía Blanca en un tren interminable, con un calor pegajoso que te dejaba las piernas marcadas en el asiento. Los panaderos del campo entraban por la ventanilla dando la impresión que fueran parte del paisaje.
Veinte horas de Buenos Aires a Bahía Blanca.
Todo parecía una advertencia, un “mirá que la cosa no va a ser fácil”.
A los 23 la vida es un cuaderno sin escribir.
Y, lo que es peor, sin maestro.
Uno improvisa.
Uno cree que puede llenarlo con cualquier cosa, aunque en el fondo lo que tiene es miedo.
Me anoté en el Juan XXIII en Control de Gestión de noche, para hacer algo, mientras buscaba un trabajo.
Y conseguí uno en la administración de una fábrica de chocolates y helados, "DAY".
La administración era manejada por uno solo. Yo, para dos fábricas.
Así que andaba todo el día a la carrera.
Las fábricas eran de Pablo. Un tipo único: podía pedirme un cigarrillo porque no tenía un peso, y al día siguiente mostrarse millonario porque había ganado en el juego.
El único requisito era saber usar LOTUS, un programa que hoy ni en los museos de computación aparece.
Mentí. Pero en tres días aprendí lo justo para que no me echaran.
A veces la suerte ayuda al descaro.
Me dieron un Fiat 600 blanco de la empresa, sin asiento de acompañante, se lo habían sacado para llevar y traer cosas.
Una metáfora mecánica de mi soledad. Inventé una radio artesanal con un walkman y un parlante prestado por mi hermano.
Así iba por la vida: con una música a pilas y una silla vacía al lado.
Hasta que una noche, el destino —que nunca pierde oportunidad de reírse de uno— decidió jugar fuerte.
Una noche en el Club Universitario, estaba con un amigo discutiendo pelotudeces: él decía que las morochas eran lo mejor, yo defendía a las rubias, reduciendo la vida a un dilema de peluquería.
Y de pronto apareció ella.
Graciela.
La recuerdo entrando como si se tratara de una revelación antigua. Mini verde, el pelo rubio flotando en la música, la pista transformada en escenario. El mundo se detuvo: los vasos, las charlas, hasta el DJ quedó en silencio. Sólo quedó ella, avanzando como quien ignora que está decidiendo la vida de otro.
Y yo, petrificado.
Así que dejé a mi amigo hablando solo y seguí a esa aparición.
Respiré hondo y la invité a bailar con una frase que era más amenaza que poesía:
—Si no me decís que sí, no me despego de vos.
Y me dijo que sí.
En ese sí se cifró todo. El azar, nuevamente, disfrazado de consentimiento.
Bailamos largo rato.
Cuando llegó la hora de irnos, le solté:
—¿Te llevo?
—Dale, pará que aviso a mi prima —contestó, con una sonrisa traviesa.
Yo ya estaba en el cielo, imaginando escenas de todo tipo, todas subidas de tono.
Al rato volvió… con la prima y un primo mastodonte.
—¿A ellos los podrás llevar también?
El destino, que nunca concede triunfos limpios, me convirtió en remisero.
En vez de beso bajo la luna, terminé manejando un 600 con un primo enorme encajado en el asiento que no existía.
Una burla cósmica.
Vinieron días de distancia, de ojos enfermos, de negativas. Y vinieron mis insistencias. Hasta que un día aceptó.
Nos vimos, hablamos y descubrimos que éramos planetas opuestos: ella de izquierda; yo, de derecha. Zamora y el Colegio Militar en la misma mesa. Era como mezclar agua bendita con nafta.
Y sin embargo, ahí estaba la chispa.
Seis meses después nos casamos.
Porque, si lo pensamos bien, no hay manual que explique cómo un Fiat 600 sin un asiento, un walkman con pilas flojas y un muchacho que apenas sabía disimular sus mentiras tecnológicas terminan en más de tres décadas de amor.
Pero Graciela dijo que sí.
Y lo siguió diciendo, todos los días, con cada gesto, con cada pelea superada, con cada risa compartida.
El azar puede haber armado la jugada, pero fuimos nosotros lo que elegimos quedarnos en la partida.
Treinta y tres años después todavía me pregunto qué habría sido de mí si aquella noche no me hubiera animado a invitarla.
Si el “sí” hubiera sido un “no”, si el primo gigante no se hubiera subido al asiento que no existía, si la mini verde hubiera pasado de largo sin mirarme.
Nunca voy a saberlo.
Lo único cierto es que la vida que tengo nació en ese instante mínimo.
Y que, de todos los azares posibles, me tocó el más lindo.
Comentarios