
El amor en chancletas
- Raul oscar López
- hace 7 días
- 2 Min. de lectura
Nuestros viejos tenían una forma rara de querernos.
Rara, pero no fría.
Era un cariño que no venía en ositos de peluche ni en frases de revista, sino en chancletas que volaban bajo y en gritos que sonaban como trueno en la casa. Y, aunque suene absurdo, ahí adentro había amor.
Mis hermanos se llevaron la parte más fuerte de ese cariño: sopapos con la contundencia de un sermón sin palabras.
A mí me tocó el tiempo del cansancio: las manos más flojas, las broncas más gastadas, algún peine que hacía de proyectil, pero nada épico.
O quizá la memoria, que también acaricia, se encargó de suavizarlo todo.
Con los años te cae la ficha que aquello era un guion familiar. Papá sacándose el cinturón no era un villano: era un padre aprendiendo a poner orden con lo que tenía a mano.
Mamá, revoleando un zapato, no era una fiera: era una mujer agotada que igual se quedaba despierta hasta que volviéramos todos.
Y estaban esos gestos chiquitos que, sin decirlo, nos enseñaban de qué estaba hecho el amor. Como la carrera por desatarle los borceguíes cuando volvía del cuartel. El que ganaba recibía una mirada cómplice que valía más que cualquier juguete.
Era la manera muda de decirnos “los quiero”, porque los viejos de antes no usaban esas palabras tan fácil.
Hoy, cuando lo recordamos entre hermanos, ya no nos queda el dolor, nos queda la risa. Las chancletas se convirtieron en historias que contamos a los nietos como si fueran fábulas caseras. Los castigos se volvieron anécdotas con las que nos miramos y decimos: “¿te acordás?”.
Y lo que queda, al final, es esa certeza de que fuimos cuidados, de que en cada reto había un abrazo escondido.
Y así es esto, aprender que el amor, aunque venga en chancletas, igual es amor.
Y uno se da cuenta tarde. Mucho después, cuando ya no están las chancletas ni los gritos, cuando la casa se volvió más silenciosa de lo que quisiéramos.
Ahí aparece la ternura escondida detrás de cada reto, como si hubiera estado siempre esperándonos en un rincón.
Entonces brindamos por ellos en la mesa, entre hermanos, y repetimos esas historias una y otra vez, como si fueran canciones viejas que nunca cansan.
Y en cada carcajada, en cada recuerdo exagerado, se nos mezcla la certeza de haber sido queridos con la nostalgia de no poder agradecérselos ahora.
El amor de los viejos no estaba en las palabras que no dijeron, sino en las chancletas que volaron, en las manos que temblaron y en las miradas que, sin querer, nos hicieron sentir invencibles.
Y ojalá, aunque sea por un rato, pudiéramos devolverles una de esas miradas.
Para que supieran que todo valió la pena.
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