Balcarce Dakar: la flor y la hormiga
- Raul oscar López
- 13 ago
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 19 ago

Año ‘96 o ‘97.
Uno de nuestros primeros viajes de casados.
Todavía no existía Leo, y todo era más liviano.
Viajábamos desde Curuzú Cuatiá a Bahía Blanca en un Fiat Súper Europa que era una delicia.
Con nosotros iba Molly, nuestra primer perrita, marrón y blanca, un amor con patas.
Ya de regreso, decidimos pasar por Balcarce.
El día era radiante, la ruta estaba despejada, la pareja enamorada.
Todo indicaba que iba a ser un viaje tranquilo.
Error.
Íbamos por la ruta, y de repente Graciela me dice con ese tono de “esto es vital para mi felicidad inmediata”:
—¡Pará, pará! ¡Mirá esas flores! ¡Las quiero!
Yo, que todavía quería quedar bien, orillé.
Ella bajó en ojotas.
Hermosa.
Etérea.
Poética.
Pero también muy alérgica… aunque eso yo no lo sabía.
Pisó el pasto, se agachó a buscar las flores y zas: hormiga roja en el dedo gordo.
Chiquita pero eficaz, la maldita.
Graciela sube de nuevo y seguimos viaje como si nada.
Hasta que, cinco minutos después, empieza la metamorfosis.
Primero el rascado.
Después el enrojecimiento.
Luego la hinchazón.
La cara parecía una obra en expansión.
Las manos infladas como guantes de lavar platos.
—Me pica todo —me dice, y no me lo dijo romántico.
Pánico.
Ruta vacía.
Estación de servicio a lo lejos.
Entro derrapando y grito:
—¡Mi esposa se muere! ¿Dónde hay un médico?
El playero, con la calma de un tipo que está cebando un mate hace 40 años, me dice:
—Mire... a unos 15 km hay un camino de tierra, dobla a la derecha, cinco kilómetros más y hay un paraje. Ahí vive una enfermera.
Sin chequear presión de cubiertas ni mapa, encaré como si fuera piloto del Dakar.
El Fiat temblaba, Molly ladraba sin saber por qué, y yo hablaba solo.
Doblé por el camino rural.
Tierra suelta.
Pozos.
Gritos.
Polvo.
Graciela inflándose como un globo de cumpleaños.
En el medio del infierno, aparece un paisano a caballo.
Le explico todo en tres palabras (porque no podía más):
—¡Mujer... alérgica... flor!
Y el tipo, sin alterarse, nos guía hasta la casa de la enfermera como si nos llevara al corral.
Ella sale, nos hace pasar, llama por radio a Balcarce y consulta qué darle a “la señora que parece una frutilla con patas”.
Le inyecta algo, la sienta, la observa.
El Fiat se apaga solo.
Molly se echa.
Yo me siento y me río, de puro nervioso.
Pasamos unas horas ahí hasta que bajó la hinchazón.
Graciela zafó.
La enfermera era una santa.
El paisano volvió al caballo.
Y yo...
Desde ese día, cada vez que Gra me dice en la ruta:
—¡Mirá qué flor hermosa!…yo acelero.
Por las dudas.
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