Akira, la que nos miró
- Raul oscar López
- 2 sept
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 17 sept

Uno no elige a los perros. No, señor. Son ellos los que te clavan los ojos, te hacen un gesto mínimo, un movimiento de cola, un saltito torpe, y listo: ya estás atrapado, como si te hubieran puesto una soga al cuello y tiraran suave, pero firme. Con Akira fue exactamente así.
Habíamos llegado a lo de una mujer que tenía un criadero, un personaje sacado de una novela de Fontanarrosa. La casa era un despelote organizado, de esos que tienen vida propia. Apenas cruzamos la puerta, nos recibió una planta de marihuana que parecía un árbol de Navidad, frondosa, orgullosa, ocupando un rincón del living como si fuera un ficus de plaza. “Es de mi sobrino”, tiró la mujer, con esa naturalidad que tienen los que ya no se sorprenden de nada. Nosotros nos miramos, Gra, Leo y yo, y no dijimos nada, pero en el fondo pensábamos lo mismo: “Qué arranque, vieja”.
Y ahí, en el medio de ese circo, estaban los cachorros. Una docena de bolitas blancas, puro pelo y torpeza, corriendo, tropezando, mordiéndose entre ellos como si el mundo fuera un juego eterno. Parecían nubes con patas, desparramadas por el patio, y nosotros, todavía serios, todavía queriendo hacernos los racionales, pensábamos en mirar, evaluar, elegir con la cabeza. Pero Akira no nos dio tiempo.
Ella se adelantó. No sé cómo lo hizo, pero se adelantó. Vino directo, con unos saltitos que eran más bien un trote desprolijo, la panza casi rozando el suelo, las manitos juntas moviéndose como si estuviera ensayando un truco de circo. Nos miró fijo, con esos ojos que no piden permiso para meterse en tu vida, y chau. Ya éramos suyos. No hubo discusión, no hubo análisis. Akira nos había elegido, y nosotros, sin saberlo, ya le pertenecíamos.
Tuvimos que esperar casi dos meses para que viniera a casa. Cincuenta días que se hicieron eternos, porque en el fondo ya la sentíamos nuestra. En casa la esperaban dos veteranos, dos guardianes con sus propias leyes. Austin, el bichón, era el típico tío gruñón que refunfuña pero te quiere, el que te corre con la mirada si te pasás de vivo, pero después te deja dormir en su sillón favorito. Amigacha, la rescatada, era otra cosa: pura ternura, puro instinto de madre, como si hubiera estado esperando toda la vida para cuidar a alguien como Akira.
Cuando Akira llegó, fue como si siempre hubiera estado. Austin la miraba de reojo, le marcaba la cancha con un gruñido suave cuando se ponía pesada, pero todos sabíamos que era puro teatro. En el fondo, el viejo cascarrabias ya la había adoptado. Amigacha, en cambio, no se anduvo con vueltas: la abrazó, la lamió, le enseñó los trucos de la casa como quien le pasa un manual de supervivencia. “Tranquila, piba, yo te muestro cómo es esto”, parecía decirle.
Y así, Akira se convirtió en la benjamina. Cinco años ya, casi, y sigue teniendo esa chispa, esa manera de enamorarte todos los días. Sufrió cuando Austin se fue, claro. Se le notaba en los ojos, en cómo buscaba su lugar en la casa sin él. Pero se pegó más a Amigacha, y juntas armaron un equipo imbatible: la veterana y la piba, las dos reinas de un reino donde las reglas las pone el amor.
A veces pienso en que tenga cachorros. Me imagino una camada de nubecitas como ella, con esos saltitos y esas manitas que te desarman. Gra y Leo me miran como diciendo: “Pará, dejala, todavía es una nena”. Y yo asiento, porque tienen razón, pero por dentro me río solo imaginando el caos que serían esos cachorritos, todos con la misma cara de pícaros que tiene Akira.
Mientras tanto, la seguimos disfrutando. Porque Akira no es nuestra perra, no. Somos nosotros los que, desde ese día en el criadero, con la planta gigante y los cachorros corriendo, nos convertimos en su familia. Ella nos miró, nos eligió, y nosotros, como siempre pasa con los perros, no tuvimos más remedio que decir que sí.
Comentarios