Raíces que bailan
- Raul oscar López
- 6 oct
- 2 Min. de lectura

Nacemos todos medio semillitas.
Chiquitas, dormidas, con la idea ingenua de que vamos a ser parte de un bosque lindo, aunque después terminemos en un baldío lleno de cascotes y perros flacos.
Nadie elige dónde caer: algunos caen en tierra fértil, otros en macetas de lata. Y ahí ya te das cuenta de que la suerte viene tramada desde antes.
Si hay un jardinero que te riegue, joya.
Si no, te la bancás con lo que venga: mucho sol que quema, poco sol que apaga, viento que te zarandea, lluvias que te empapan como si te odiaran.
Y vos ahí, tratando de germinar, de no morirte antes de tiempo.
Después llega la parte difícil: las raíces.
Están los que tiran raíces cortitas para los costados.
Parecen seguros, firmes, hasta exitosos.
Pero viene un viento más o menos fuerte, una crisis chiquita —una separación, un despido, una verdad incómoda— y zas, se tambalean como antena de DirecTV en tormenta.
Otros, en cambio, se entierran hondo.
Meten raíz hasta en los recuerdos feos, en las sombras, en la mugre de la memoria.
Pero se quedan ahí, agarrados a lo oscuro.
Crecen chiquitos, desconectados, y el mundo ni se entera de que existen.
Los menos, los más testarudos, los que se animan con ayuda y con coraje, hacen lo más difícil: raíces profundas y abiertas.
No se quedan atrapados en la tierra, sino que usan la tierra para sostenerse y mirar para arriba.
Y ahí, loco, se animan a crecer.
Un árbol no es más fuerte por lo alto de la copa, sino por lo que aguanta abajo.
No se mide en metros, se mide en equilibrio.
Porque crecer, es eso: tener raíces que te sostengan y ramas que se animen al viento.
Y bailar.
Bailar con el viento sin miedo a quebrarse.
Eso es vivir.
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