La gloria tiene nombre de muerte
- Raul oscar López
- 14 ago
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 19 ago

La gloria tiene nombre de muerte
(Olmos...)
La formación era una herida sangrante, quieta, a punto de reventar.
Cada hombre, tieso, con los ojos clavados en el horizonte donde el enemigo respira.
Mi panza retumba como tambor roto, desacompasado.
La boca me sabe a sangre y pólvora.
Las piernas me tiemblan, pero el miedo no se nombra.
Si lo dejás salir, te parte el alma.
La orden no había llegado, pero el infierno ya estaba ahí, colgado en el aire tan denso que olía a pólvora vieja, a sudor fermentado, a miedo.
San Martín alzó el brazo, y el mundo se congeló en ese segundo eterno donde los hombres dejan de ser hombres y se convierten en bestias.
El sable me pesa como una lápida, pegado a la mano como si fuera una extensión del hueso. La respiración duele, el corazón golpea como un tambor roto en las sienes.
Me llega el hedor del flaco Villalba, que aprieta la lanza como si fuera un ancla en medio del naufragio. A la izquierda, el negro Medina masca la rabia, con la mandíbula trabada, las venas del cuello hinchadas como sogas.
No hablamos.
No rezamos.
Sabemos que no hay Dios cuando se carga a la muerte.
—¡A LA CARGA, GRANADEROS! —el grito explotó como un relámpago seco en medio del pecho.
Y el infierno se abrió de par en par.
Los realistas... los veíamos. Pero no como soldados, no.
Eran una masa gris y temblorosa, una marea de rostros pálidos que al vernos venir se descomponían. Algunos intentaron levantar sus armas, torpes, lentos, con las manos temblando como viejos. Pero ya era tarde.
El primer choque fue brutal, un impacto seco, hueso contra hueso, carne contra metal. El grito de un hombre al que le astillé la clavícula con el sable me estalló en la cara. Sentí la sangre tibia salpicarme los labios, el relincho de mi caballo ensordeciendo todo.
No éramos soldados.
Éramos bestias.
No hay gloria. Hay vómito, hay barro, hay huesos quebrándose bajo los cascos. Hay ojos desorbitados que me miran y no me ven, porque ya están muertos antes de que los toque. La lanza de Villalba parte un cráneo. Medina ruge con espuma en la boca. Me corto el brazo con mi propio sable. No importa.
No sé cuánto dura. No sé cuántos mato. No sé si me matan y sigo cabalgando por costumbre.
La lanza atravesó un pecho que ni supe de quién era.
La tierra gimió bajo los cascos. El sudor me corría por la espalda, pegándome la camisa como un trapo infecto.
El aire se llenó de gritos. Gritos de hombres, de caballos, de muertos que todavía respiraban. Un sable enemigo me raspó el brazo. No sentí dolor. Solo rabia.
Volví el tajo y abrí una garganta que escupió un chorro negro.
Seguimos. Seguimos como locos, como endemoniados.
—¡Adelante, Granaderos, carajo! —rugió Bogado, y su voz me hizo temblar hasta el tuétano— ¡No dejen a nadie vivo!
La sangre, la mierda, el vómito se mezclaban en el suelo.
El pecho me dolía como si me hubieran metido un hierro al rojo.
Algunos lloraban.
Otros reían como poseídos.
Yo... yo no sabía si estaba vivo o muerto.
Solo seguía, con el sable goteando vida ajena.
Y cuando todo terminó, no hubo aplausos. Solo el silencio fuerte de los que sobreviven.
Me bajé del caballo.
Casi me caigo. Me temblaban las piernas.
El sable goteaba un barro espeso, más oscuro que la noche.
Olía a muerte.
Dulzona, pegajosa, como un aliento podrido.
Alguien vomitó.
Yo...
Yo sonreí.
Lo logramos.
Carajo... lo logramos.
(Bogado...)
Cuando vi al general San Martín alzar el sable, supe que no hay vuelta atrás.
Ese segundo de silencio fue como el filo de un hacha sobre el cuello.
No existe tiempo para rezar.
Tampoco tiempo para el miedo.
Solo para galopar hacia la historia.
—¡A LA CARGA, GRANADEROS! —grité con la garganta rota.
No espero que me sigan.
Sé que me siguen.
Porque soy uno más. Porque si muero, muero adelante, con ellos.
Y el viento me devolvió el grito multiplicado en cien gargantas.
La línea perfecta se quebró como un espejo de furia.
Los caballos se lanzaron al galope como toros embravecidos, y el suelo tembló como si la misma tierra llorara.
Trueno cargaba como sólo sabe hacer él. Alzó la cabeza, las crines como un estandarte al viento. Sus patas traseras cargaron fuerza, tensas como un resorte, y en un relincho corto y furioso, se lanzó hacia adelante. La mirada fija en el horizonte, donde la línea enemiga temblaba como pasto seco. Su pecho embistió con todo el peso de la historia, sus patas delanteras se alzaron un segundo antes de caer con un estruendo, partiendo el aire y la carne de los realistas. La sangre y el sudor se mezclaron en su cuello, mientras el bocado chirriaba entre sus dientes y la cola, alta, cortaba el viento como una lanza más.
Él huele la batalla antes que yo. Relincha, espumea, arremete con una furia que me eriza la piel. Es más que un caballo, es mi sombra, mi compañero, el único que entiende sin que le hable.
Cargamos.
No quedaba lugar para las dudas. La lanza temblaba en mi mano, pero el brazo estaba firme.
Los ojos clavados en el enemigo. No eran soldados los que tenía enfrente. Eran sombras.
Y yo no era un comandante. Era un perro rabioso con un solo objetivo: matar.
La primera estocada fue limpia. La lanza entró hasta el fondo de un pecho joven. Lo supe por la cara. Era casi un chico.
Lo miré a los ojos. Vi el espanto. No me detuve.
No había espacio para la culpa. Ni para el remordimiento.
Solo para cortar, empujar, morder, gritar. En un alto, cuando giré para retornar al ataque, los ví.
Villalba, Medina, Olmos.
Los muchachos.
Mis muchachos.
Endurecidos por el fuego.
Pero todavía con esa chispa de vida que duele más que las balas.
Un granadero cayó al costado. Lo levanté con la mirada. Eso somos, pensé. Eso juramos ser.
Una bala me rozó el hombro.
No paré. No podía parar.
Cuando el polvo se asentó, el campo era un cementerio de cuerpos rotos, de caballos jadeando, de hombres que ya no gritaban.
Solo respiraban los vivos.
Los que quedamos.
Caminé entre ellos.
Toqué una melena ensangrentada.
Levanté un sable roto.
A algunos los llamé por su nombre.
A otros… no les quedó ni rostro.
Vencimos. Y no sé si me alegra o me pesa más.
Porque la victoria, hoy lo entendí, tiene muertos propios.
Alcé la mirada al cielo gris.
Y recé.
No por la gloria.
Por el alma de mis hombres.
Y esa noche, mientras el fuego crepitaba, fui a la tienda y busqué mi cuaderno. Los muchachos dormían o limpiaban sus armas como si pudieran borrar la muerte del acero. Escribí.
"13 hombres caídos, el sargento Quiroga murió gritando 'Viva la patria'. Medina se salvó y Villalba lloró, no por miedo, por rabia. Yo lo sé."
Mojé el cuaderno con sangre sin querer.
No lo limpié.
Que quede así.
Que lo diga sin palabras.
La guerra te arranca pedazos. Y uno no sabe cuánto le queda por perder. Me aferro a la medallita de mi madre.
No rezo.
Solo susurro:
—No los vamos a olvidar.
Y sé que no es una promesa.
Es una condena.
Hoy cargamos.
Y vencimos.
Pero cada victoria nos desgarra.
Nos roba algo: un trozo de alma, la certeza, un sueño que se desvanece.
Cerré el cuaderno con un golpe seco y lo dejé caer sobre mi pecho.
La medallita de la Virgen, fría en mis manos, era mi único consuelo.
Y fue solo eso lo que me dio una efímera paz esa noche, un respiro en la desolación.
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