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En los cuarteles de Retiro

  • Foto del escritor: Raul oscar López
    Raul oscar López
  • 20 ago
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 22 ago

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Capítulo 12

Retiro, Primer Día

Buenos Aires, 1813

El sol bajaba como si lo arrastraran con sogas.

A lo lejos, Buenos Aires aparecía primero como una bruma de tejados y chimeneas, y después como ciudad viva, con sus calles polvorientas y ese ruido sordo de vida en marcha que no se detiene.

Los granaderos entraron al galope corto, en columnas cerradas, cubiertos de polvo y viaje.

Las banderas iban adelante, ajadas, marcadas por la lluvia, el barro y el viento del Paraná.

Detrás, cada hombre traía en la espalda más que una montura: traía lo vivido.

Atrás quedaba San Lorenzo, como comienzo.

Para muchos, había sido el bautismo de fuego.

Para otros, el reencuentro con una causa que empezaba a doler en serio.

Bogado cabalgaba en uno de los últimos escuadrones.

No desentonaba, pero tampoco se hacía notar.

Montaba un caballo que no conocía, con la postura de quien aprendió más en el agua que en los libros.

El uniforme le quedaba justo. Y las botas le apretaban.

—Habrá que aguantarse —se dijo, mientras tiraba de una manga que le molestaba cuando levantaba el brazo.

Lo habían aceptado porque necesitaban hombres con su arrojo, el mismo que demostró al escapar de los realistas.

Y también por una recomendación que pesaba: la del padre Heredia, que lo había mirado fijo a San Martín bajo el alero del convento y le había dicho, sin alzar la voz:

—Ese no espera que le digan qué hacer. Ese necesita una causa que lo guíe.


El cuartel de Retiro apareció tras una arboleda de álamos.

Se alzaba como una pequeña ciudad militar, con muros bajos de adobe y tejas pálidas que crujían al calor.

El patio central, seco y polvoriento, estaba flanqueado por galerías simples.

Soldados cruzaban de un lado a otro con sables al cinto.

Más allá, un herrero trabajaba sobre un estribo, haciendo saltar chispas que se perdían en el aire.

Los caballos resoplaban bajo la sombra improvisada de unos toldos.

Había olor a cuero, a estiércol, a metal recién afilado.

Todo se movía, pero sin caos.

Cada cosa estaba donde debía.

Como si alguien —invisible, firme— hubiese dejado todo dispuesto con precisión quirúrgica.

Al llegar, un suboficial se plantó frente al contingente.

La voz le salía como un filo.

No preguntaba.

Cortaba.

—¿Nombre? —dijo al ver a Bogado desmontar.

—José Félix Bogado. Natural del Guairá. Incorporado en San Lorenzo.

El suboficial asintió, sin anotar nada.

Le bastaba oírlo.

—Vaya con el granadero Lino Guillermo. Al fondo del patio. Es el Trompa mayor.

Bogado avanzó entre los muros blancos hasta encontrarlo.

Lino estaba de pie junto a una pared de adobe, con el cuerpo quieto y la mirada afilada.

Pulía su trompa como si fuera un fusil.

Era un hombre grande, cobrizo, de bigote ancho y manos de trabajo.

Tenía esa manera de mirar en la que uno no sabe si lo están juzgando o ya lo condenaron.

—Ah, llegaste, Bogado —dijo Lino, sin urgencia, con un leve asentimiento.

Su tono indicaba que ya lo esperaba, que el conocimiento de la marcha los había precedido.

—Sí, señor —respondió Bogado, notando la familiaridad en la voz.

Lino lo recorrió con los ojos de arriba abajo.

Movió apenas la cabeza.

—¿Sabés leer?

—Sí, señor. El padre Heredia me enseñó. Hace años.

—Heredia… —repitió. Y por un segundo, su gesto se ablandó—. Ese cura se metió entre los muertos de San Lorenzo a darles paz. Merece más respeto que muchos coroneles. —Lino hizo una pausa, su mirada volviendo a Bogado con una intensidad que no era interrogatorio, sino de evaluación.

Sin decir más, le extendió la trompa.

—Tomá. Esto no es un adorno. No es para desfiles ni para lucirse. Esto es un idioma. Si lo hablás mal, alguien muere.

Bogado la recibió con ambas manos. El metal frío se sintió pesado, desconocido, pero ya lo había visto en la marcha, era parte de la disciplina. Sabía que aprender a dominarlo era un paso más en esta nueva vida.

No dijo nada.

—A ver —dijo Lino—. Soplá. Como si tuvieras que despertarnos a todos de golpe.

El primer sonido fue torpe. No llegó ni a nota. Se quebró en el aire como un estornudo metálico.

—No. Eso fue como soplar el mate —dijo Lino, sin enojo—. Probá otra vez. Respirá hondo. El aire es como un caballo: si lo apurás, se te va.

Bogado respiró. Llenó el pecho. Y sopló de nuevo. Esta vez, el sonido salió más parejo. Crudo, pero con alma. Fue un sonido que le resonó en el pecho, diferente a cualquier otra cosa que hubiera oído o producido. Sintió una extraña conexión con ese nuevo idioma.

Lino asintió, apenas.

—Va queriendo. Te va a doler el labio antes de que suene como tiene que sonar.

Del bolsillo interior de su chaqueta, sacó un cuadernito gastado. Era de cuero oscuro, con hojas gruesas y letra firme. Se lo entregó. Bogado lo reconoció; era el mismo tipo de cuaderno que Lino usaba para anotar cosas durante la marcha, un objeto de utilidad práctica que ahora, en sus manos, adquiría un nuevo significado.

—Acá tenés el reglamento. No de la tropa. De los sonidos. Cada orden tiene su nota. Acá está la diana. La carga. El alto. La formación. Todo lo que necesitás para hablar sin decir una palabra.

Bogado pasó las hojas con cuidado. Los ojos iban letra por letra, como si estuviera leyendo un mapa de un territorio desconocido.

Esta era la nueva forma de comunicación, un hilo rojo que lo conectaría directamente con el corazón del regimiento.

—Lo voy a aprender, señor.

Lino lo miró un segundo más. Después, como quien ya decidió:

—Bien. Mañana al alba. Y traé la trompa bien lustrada. Un granadero tiene que sonar bien… pero primero tiene que brillar.

Así empezó para Bogado su vida en Retiro.

No con el sable.

Ni con la sangre.

Sino con el aire. Ese mismo aire que lo había salvado en el río, ahora iba a servir para guiar a otros.

La medallita de la Virgen de Itatí, colgada con una tira de cuero que llevaba bajo el uniforme, y el cuaderno que empezaba a llenar con notas de las marchas y los sonidos, se unían ahora a esa trompa.

Eran los hilos que lo ataban a su pasado, a su fe y a su nuevo propósito.

Eran la esencia de José Félix Bogado, el granadero.

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Quién Está Detrás del Blog

RAUL O. LOPEZ

Nací en San Isidro, Córdoba, pero hace años ando instalado en Bahía Blanca.
No me defino como escritor de manual: soy más bien un coleccionista de historias. Algunas me pasaron, otras me contaron y unas cuantas me las inventé para que la vida sea más entretenida.

 

Un día me crucé con la vida olvidada de un granadero de San Martín y terminé escribiendo una novela histórica:

 

Bogado: El Héroe que No Nombran.

 

Eso me enseñó que las mejores historias no siempre están en los libros, a veces están escondidas en un cajón o en la sobremesa de un domingo.

Este blog es mi patio.

Vas a encontrar relatos, recuerdos, ficciones y esas anécdotas que se cuentan bajito, como para que no se escapen.
Algunas te harán sonreir, otras quizás te dejen pensando.

Pasá, sentate y ponete cómodo, dale...

Y si algo de lo que leas te toca, aunque sea un poquito, contámelo.

Porque escribir es lindo, pero compartirlo es mucho mejor.

Si te gustó, ya sabés que hacer...

Acá termina. Y no, no hay escena postcréditos como en Marvel.👋

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