El último adios
- Raul oscar López
- 15 sept
- 5 Min. de lectura

El silencio del amigo fiel
Ñaró
El aire de San Nicolás, en noviembre, siempre fue pesado. Yo lo sentía en mi piel, en mis fosas nasales, una humedad que se pegaba al alma. Pero esta vez era diferente. No era solo el calor del litoral, era un frío que venía de adentro, del hombre que era mi compañero.
Podía sentirlo.
Mi amigo, José.
Para mí, era solo "mi amigo", no "coronel mayor" ni "jefe de la comandancia militar".
Solo mi amigo.
Lo había llevado desde las pampas nevadas de los Andes hasta las ciudades humeantes, desde el grito de "¡A la carga!" hasta el silencio de los cuarteles olvidados.
Su uniforme, antes brillante, ahora era un recuerdo.
Sus broches ya no brillaban.
Sus 52 años pesaban como rocas, pero lo que realmente lo encorvaba, lo quebraba por dentro, era esa tos. Un enemigo silencioso que sonaba como una campana fúnebre que yo, con mis grandes orejas, escuchaba cada noche. La tuberculosis se le había metido en el pecho como una bala sin sonido.
Él seguía al mando.
No se retiraba. Desde su escritorio, firmaba documentos con esa mano que había empuñado sables, cuidando la guarnición.
Pero yo lo sabía. Su cuerpo ya no le respondía. Lo sentía en su peso al cabalgar, en cómo se aferraba a mis crines. Lo sabían todos. Incluso Olmos, su sombra, siempre a su lado, callado y leal, como yo.
Una tarde, vi a Olmos acercarse a él. Mi amigo luchaba con el cuaderno, su mano temblaba tanto que apenas podía sostener la pluma.
—¿Quiere que escriba por usted, mi coronel? —preguntó Olmos, con voz suave.
Mi amigo negó con la cabeza.
Tos.
Una tos seca que sacudía todo su cuerpo.
Un hilo de sangre en el pañuelo que se llevó a la boca.
Pero sus ojos... sus ojos seguían firmes. Los mismos que me miraban después de cada batalla, con esa mezcla de cansancio y un fuego que no se apagaba.
—Todavía puedo, Olmos —susurró—. Aunque sea para dejar testimonio. Para que no se olviden.
Nos sentamos al borde del Paraná. Él siempre venía aquí. El río bajaba lento, marrón, arrastrando troncos y hojas secas, como si llevara consigo los restos de innumerables vidas. Mi amigo apoyó el cuaderno sobre sus piernas. Su mano temblaba, pero escribió. Sentí la tensión en el aire, el esfuerzo de su voluntad.
"San Nicolás, noviembre. No temo a la muerte. Temo al olvido. Si este cuerpo cae, que no caigan los nombres de los que cruzaron los Andes conmigo. Que la patria los nombre aunque sea en un susurro. Que la memoria los rescate de las fauces de la ingratitud."
Esa noche, la fiebre lo quebró.
Lo llevaron a su lecho.
Yo relinché con un sonido bajo, inquieto. Sabía que algo no andaba bien. Olmos no se apartó de él. Le acomodaba la manta, le limpiaba el sudor de la frente, le sostenía la mano cuando la tos lo atravesaba como una lanza, cada vez más violenta.
—¿Sabes qué me duele más, mi querido Olmos? —alcanzó a decir José, su voz rota, apenas un suspiro—. Que la libertad nos costó la vida a muchos... que algunos hoy prefieren no recordarlo y derraman muchas más por sus mezquinos conflictos. Que nuestra sangre fue en vano para el futuro.
—Pero va a quedar escrito, mi coronel. Usted lo escribió —dijo Olmos, sus ojos rojos, intentando darle consuelo.
La tos lo había doblegado. Pero aún conservaba el cuaderno, el sable y la medallita.
La tenía colgada en el marco del cuadro de la Virgen de Itatí que había puesto sobre el escritorio. Olmos la había encontrado en una tienda del pueblo y se la llevó sin decir palabra. Cuando la vio, Bogado cerró los ojos y se persignó.
—No me abandona —dijo—. Ni ella, ni vos.
Cada noche, antes de apagar el candil, Bogado escribía una línea en su cuaderno y luego, apenas audible, recitaba el Ave María.
La última vez que Olmos lo escuchó hacerlo, el coronel mayor tenía la voz quebrada. Pero al final, agregó unas palabras que jamás olvidó:
—Madre santa... si me llevás, que sea con la tropa formada.
Esa noche soñó con Encarnación. Ella caminaba por un campo abierto, vestida de blanco, y a su lado, la Virgencita de Itatí. Le sonreían.
Y sintió paz...
Al amanecer, la medallita colgaba del cuello de Bogado.
El cuaderno estaba abierto.
Una sola palabra escrita:
Gracias...
Sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo. 3
Mis oídos se agudizaron, buscando su aliento, su olor, su vida.
Nada.
Solo el silencio.
Y supe.
De la misma manera que supe cuándo venía el enemigo, o cuándo el camino se volvía peligroso, ahora supe que mi amigo ya no estaba.
Mi cabeza se inclinó.
Mi lomo, que había soportado el peso de la gloria y el dolor, se encorvó.
Ya no habría más cargas, ni más combates, ni más Andes que cruzar.
Mi propósito se había ido con él.
Había llegado mi propio final.
No relinché con furia.
No pateé el suelo.
Solo sentí un cansancio profundo que venía desde el alma.
Un cansancio que nunca antes había conocido.
Y, lentamente, en la soledad de esa madrugada, yo también dije basta.
Mi fuerza me abandonó.
Mis patas se doblaron bajo mi propio peso.
Sentí que el tiempo se detenía. Como un susurro. Y allí, bajo el sauce, había llegado la hora. Que mi viaje, como el de Bogado, había terminado.
Cerré los ojos y me entregué al descanso.
Y en mi último suspiro, supe que la historia me recordaría como el caballo que llevó a un hombre hasta el fin del mundo.
Y que en ese cuaderno, aunque fuera de hombre, yo también estaría.
Porque no fui solo un caballo para él.
Fuimos hermanos de sangre.
Fuimos parte de la historia.
Y así, mientras el viento del Paraná arrullaba las hojas, me marché.
En silencio.
Como un soldado.
Como un amigo.
Olmos nos enterró juntos, en el cementerio, bajo un algarrobo frente al río. Bogado, con su uniforme gastado, su cuaderno en el pecho—ese que llevaba todas nuestras vidas—y el sable cruzado sobre las manos, como un centinela final.
A mí, envuelto en una manta de campaña. Porque mi vida fue su vida. Y sin él, no había más camino.
La medallita quedó en la tumba, brillando bajo el sol.
Maidana llegó tarde y cantó un chamamé roto y solo.
Los nombres de los caídos pesaban leve, pero nunca se borraron.
Nadie tocó esa tumba durante años.
Pero nosotros, mi amigo y yo, seguimos cabalgando juntos, en la memoria de los vientos de Junín y en el eco de los sables del Gran Regimiento.
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