El amor no se peina
- Raul oscar López
- 16 sept
- 2 Min. de lectura

Los perros, como los recuerdos más hondos, se instalan sin preguntar.
Llegan con una genealogía inventada, como nuestra Akira, que es una bichón frisé pura, con linaje, a la que decidimos emparentar con Austin para engañar un poco al destino.
De esa manera, él sigue un poco entre nosotros, disfrazado de sobrina.
Es un recurso infantil, pero ¿acaso no lo son todas las defensas contra la muerte?
Pero ella marca la diferencia con sus actitudes, es bien distinta.
Pero con ésta raza hay un temita: el cuidado
El problema no es la sangre, ni el linaje.
El problema es el pelaje.
Ese pelo blanco, vaporoso, que exige rituales de cuidado que yo, torpe como soy, no puedo cumplir.
Es como el césped inglés: hay que podarlo, peinarlo, bañarla con un shampoo más caro que el mío, desenredar con un spray que parece perfume francés.
A mí no me sale.
Intento, te juro, pero al final Akira queda como si hubiera pasado la noche en un pogo de Los Redondos. Desprolija, con nudos, con cara de “llamame al SENASA que este hombre me está arruinando”. En cambio, cuando la agarra Graciela… mamita.
Akira sale del baño como si fuera a desfilar en la alfombra roja de Cannes. Blanca, vaporosa, con un pelaje que flota en cámara lenta, como si un ventilador invisible la siguiera.
Parece una modelo recién soplada por un secador profesional. Yo me pregunto: ¿será porque Graciela es mujer y trae de fábrica un chip de paciencia con el pelo? ¿O será la sangre fría de cirujana estética que tiene cuando la peina? Porque mientras yo sudo y me tiembla la mano como si estuviera desactivando una bomba, ella sonríe, canta bajito, y la perra queda lista para la foto del pasaporte. Lo cierto es que la diferencia es brutal. Conmigo, Akira es “la perra del vecino que nunca se peina”. Con Graciela, parece que tiene cita en la exposición canina de Westminster.
Y sin embargo, ni su arte ni mi torpeza deciden nada. Porque la perra, en su sabiduría inexplicable, ha elegido a otro.
Leonel es su elegido. A él lo sigue, lo adora, lo persigue como si en cada uno de sus pasos estuviera la clave de la felicidad.
Eso no significa que no nos ame. Akira reparte cariño a todos, nos busca en la siesta, se acomoda al pie de la cama, nos saluda con fiesta cada vez que volvemos. Pero con Leo tiene algo distinto, un imán, una fuerte conexión.
Así son los animales: nos recuerdan que el amor no se gana con destrezas ni con títulos. No hay diploma de peluquería ni ternura exagerada que valga. Ellos eligen. Y cuando eligen, nos dejan a nosotros la tarea de comprender que el afecto, en definitiva, no se conquista: se recibe como un don.
Hermoso pa!!!! Mi Aki, mi re mugrienta.