Curuzú, siempre Curuzú
- Raul oscar López
- 3 sept
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 4 sept

Curuzú en los ochenta era un universo chico, pero nuestro.
Un lugar donde el tiempo parecía caminar despacito, como si no tuviera apuro por llegar a ningún lado.
Las calles de tierra crujían bajo las zapatillas, y el aire siempre olía a algo: a eucalipto en las afueras, a pan recién horneado, o a ese polvillo seco que se levantaba cuando pasaba el colectivo, —el único que había—, ese que traqueteaba como si estuviera a punto de desarmarse.
No había apuro, no había urgencia, pero en ese letargo todo parecía importante: una mirada, una canción, un plan para el sábado.
El tiempo se quedaba quieto, como si no quisiera pasar.
La diversión eran los “asaltos”.
Qué palabra rara para algo tan inocente.
No había delito, apenas la ilusión de que en un lento te dieran la mano o te dejaran abrazar.
Y ese segundo, ese roce, era todo.
La casa se preparaba con semanas de anticipación: cortar el pasto, mover los sillones, colgar las luces, probar y elegir la música, era todo un arte.
Nadie se animaba a abrir la boca, pero en el fondo todos rezábamos por lo mismo: que llegara de una buena vez el momento de los lentos.
El resto —las luces de colores, el jugo de naranja aguado, las papas fritas rancias en bowls de plástico— no era más que un decorado, un telón de fondo para el verdadero evento.
Esos tres minutos y medio de “Total Eclipse of the Heart” o “Hunting High and Low” eran el mundial, la final de todo.
Sacar a bailar a la que te tenía loco era como caminar por un puente colgante en medio de una tormenta, con un cartel que decía “peligro de muerte” y vos, igual, avanzando como si fueras Indiana Jones con un corazón de telenovela.
Un paso en falso, una frase torpe, un “¿bailás?” mal calibrado, y chau, al abismo.
Te caías directo a la lona de la humillación, con tus amigos riéndose desde el corner y el DJ poniendo un tema aún más lento para rematarte.
Pero si ella decía que sí, si te miraba con esos ojos que parecían saberse el guion de antemano, si te dejaba acercar y sentías su perfume —mezcla de flores y verano— mientras la pista se volvía un universo paralelo donde solo existían ustedes dos, entonces, amigo, eras Gardel con guitarra eléctrica. Eras el rey del mundo, aunque tu remera tuviera una mancha de pizza y el aliento te oliera a Sprite tibia.
Claro que después estaba el otro partido: los padres de turno, esos fiscales implacables que vigilaban desde la cocina.
Con un mate en la mano y un ojo que veía hasta los pensamientos que no te atrevías a pensar, te escaneaban como si fueras un código de barras defectuoso.
No decían nada, pero lo sabían todo. Y vos, mientras tanto, tratando de no pisarle los pies a tu conquista, rezando para que el lento no terminara nunca, pero sabiendo que en cualquier momento el DJ iba a mandar un tema de Los Pericos y el sueño se haría puré.
En esa época ibamos a la Escuela Belgrano, la sede vieja, que tenía un aljibe en el patio, y el baño era donde ibamos a fumar, a escondidas, pero todos sabían.
Con uniformes serios, como si la vida ya nos quisiera disfrazar de adultos: camisas celestes, corbatas azules, blazers rígidos, pelo que no tocara el cuello de la camisa. Las chicas, con guardapolvo blanco, corbata escocesa y pelo recogido, parecían personajes de una foto antigua.
Y nosotros, debajo de todo ese uniforme, éramos apenas pibes con miedo y con sueños.
La banda nuestra era una comedia de personajes: Joselo, Gustavo, Tuyita, Walter, Rafa y yo.
Y lo más rockero que hacíamos —además de escuchar a Charly o a Spinetta— era quedarnos hasta las tres de la mañana escuchando al Negro Dolina en Radio El Mundo. De lunes a viernes, era un ritual: galletitas, mate, silencio y risas bajitas. Al otro día no había problema, porque el colegio era a la tarde.
Yo, eso sí, siempre me volvía solo caminando, porque vivía en la loma del culo.
Pero Curuzú era tan tranquilo que lo único que podía pasarte era que un perro te acompañara hasta la esquina.
Hoy pienso que esa caminata era un milagro: nadie me molestaba, nadie me seguía.
Solo yo, las estrellas y el silencio de Curuzú.
La casa de Joselo era nuestro refugio. Nina, su mamá, tenía un silbido alegre que parecía música, (que hacia chocolate con chipá que te morías) y siempre nos cubría con su ternura. Eduardo, “El Pibe”, con sus libretas, su orden y su calma, nos miraba como quien entiende más de lo que dice. Y Tito, ese hermano enorme con cara de bueno, nos hacía sentir seguros. Esa familia fue como una extensión de la mía, un lugar donde uno podía quedarse sin pedir permiso.
El tiempo, que parece blando en la juventud, después se vuelve cuchillo. Tito se fue joven, el corazón no le aguantó. Después Eduardo, más tarde Nina, y por último Joselo, en una moto.
Quiero pensar que estan todos juntos, para siempre.
Y uno se queda con las imágenes de entonces: los campeonatos de escoba de 15, las carcajadas en esa cocina, las noches interminables en que nada pasaba… y en realidad pasaba todo.
Curuzú en los ochenta no era solo un lugar.
Era un estado del alma.
Un tiempo donde todo era posible, aunque nada fuera perfecto.
Y ahora, cuando pienso en esos días, siento esa puntada dulce y amarga, como si alguien me hubiera robado algo que no supe cuidar.
Pero también sonrío, porque mientras duró, mientras estuvimos ahí, éramos los reyes de un reino chiquito, polvoriento y eterno.
Curuzú era así: parecía quieto, pero estaba lleno de vida.
Y yo no lo sabía.
Nadie lo sabía.
Uno se da cuenta después, cuando ya no puede volver.
Exacta descripción de aquella hermosa época q hemos vivido 👏
Fui testigo,de todo esos bellos recuerdos.
Muy bueno. Saludos a Nina, Eduardo, Tito y Joselo que donde estén deben estar contentos y unidos.🥰