Cuando dejé de estar
- Raul oscar López
- 13 ago
- 4 Min. de lectura

Milagros nunca pensó que desaparecer sería tan lento.
Tan jodidamente detallado.
Empezó el martes, o eso cree, porque los días se le mezclan como ropa sucia en el lavarropas de su cabeza. Primero fueron las pestañas.
No es que se le cayeron, no. Simplemente dejaron de estar ahí.
Esa sombra breve que veía de reojo cuando parpadeaba, ese aleteo que siempre le recordaba que estaba viva, se esfumó.
Luego fue el lunar, ese puntito marrón en la mejilla que su vieja siempre decía que era “su marca de fábrica”.
Y después, la nariz. Su nariz, ancha, un poco torcida, la que siempre odió en las fotos. Desapareció, como si alguien la hubiera borrado con un trapo húmedo.
Se miraba en el espejo del baño, con el vapor pegajoso pegándosele a la piel, y no entendía.
El baño era un lugar asqueroso, siempre lo había sido. Olía a shampoo barato que se había vencido hace dos gobiernos, a toallas que nunca se secaban del todo, a moho que crecía como una enfermedad en las juntas de los azulejos.
La rejilla del piso tragaba el agua con un gorgoteo lento, como si estuviera masticando algo, y siempre había pelos oscuros enroscados ahí, moviéndose como si tuvieran vida propia.
Milagros se miraba, y pedazo a pedazo, se iba. No era que no se viera. Era que el espejo mostraba todo menos a ella. El lavabo sucio, la cortina de ducha con manchas de jabón, el azulejo roto en la esquina.
Todo estaba ahí.
Menos ella.
Probó en otros lados, porque, ¿qué carajo más iba a hacer?
El espejo del placard, con su marco astillado.
El reflejo en la pantalla apagada del televisor.
Hasta la cámara del celular, con esa carcasa pegajosa que siempre le daba un poco de asco. Siempre lo mismo: el fondo, nítido, cruelmente perfecto, pero ella no estaba.
Como si fuera un fantasma.
O peor, como si nunca hubiera existido.
Tres días así. Tres días de mirarse y no encontrarse.
De sentir que algo le faltaba, pero no poder ponerle nombre.
Y entonces, el cuarto día, llegó la neblina.
Al principio, pensó que era el vapor del baño, que se había acumulado porque la ventana estaba cerrada. Pero no. Era una bruma sucia, como el humo de una olla olvidada en el fuego, espesa, con un olor a podrido dulzón que le revolvía el estómago.
Y en medio de esa bruma, apareció ella.
No Milagros.
Otra cosa.
Una versión de Milagros, pero estirada, blanqueada, como una foto retocada hasta el punto de no parecer humana.
La piel era lisa, sin los poros abiertos ni las manchitas que Milagros siempre cubría con corrector.
Los ojos eran como vidrio pulido, brillando con una luz que no venía de ninguna parte.
Y el pelo… el pelo era el mismo, pero no. Brillaba como plástico, como el pelo de una muñeca vieja que alguien hubiera cepillado hasta dejarlo perfecto.
La sonrisa era lo peor. Una mueca mínima, apenas una curva, pero siempre ahí.
Como si supiera algo que Milagros no.
Como si se estuviera riendo de ella, pero con lástima.
Milagros no la escuchaba hablar, no con la boca. Las palabras le llegaban desde adentro, como si alguien le hubiera metido un puñado de lombrices en el estómago y las dejara moverse.
Fea.
Inútil.
Te vas a pudrir.
Cada palabra era un golpe, y Milagros sentía que se le aflojaban las rodillas, que el aire se le escapaba.
Cada día, la cosa en el espejo robaba más.
La camiseta gastada con manchas de aceite que Milagros usaba para dormir, la forma en que se rascaba el cuello cuando estaba nerviosa, el gesto de ladear la cabeza cuando alguien le hablaba.
Todo lo que era ella, la cosa lo tomaba y lo limpiaba, lo pulía, lo hacía perfecto.
Sin el olor a encierro que siempre llevaba encima, sin la grasa en la piel, sin las ojeras que le salían después de pasar la noche mirando el celular.
La cosa era Milagros, pero mejor.
Y eso la mataba.
La noche que todo se rompió, Milagros no pudo más.
Entró al baño, con el corazón latiéndole como si quisiera salirse del pecho, y ahí estaba la cosa, peinándose con un cepillo que brillaba como si estuviera mojado.
Los movimientos eran lentos, deliberados, como si supiera que Milagros la estaba mirando.
Milagros levantó la mano, temblando, esperando que el reflejo la imitara, como siempre había hecho.
Pero no.
La cosa ladeó la cabeza, la miró directo a los ojos —esos ojos de vidrio que no parpadeaban— y, sin mover los labios, dejó caer las palabras: “Ya está. No te necesitamos más.”
Milagros no pensó.
Agarró el frasco de perfume, ese que su tía le había regalado hace años y que nunca usaba porque olía a flores muertas, y lo estrelló contra el espejo.
El vidrio se hizo añicos, el líquido se deslizó hasta el borde y goteó al piso, dejando un olor dulce y rancio que le dio arcadas.
Pero del otro lado, en la pared desnuda donde debería haber estado el marco roto, el espejo seguía ahí.
Intacto.
Y la cosa seguía mirándola, con esa sonrisa que era un cuchillo.
Milagros salió corriendo, tropezando con las zapatillas que siempre dejaba tiradas en el pasillo.
Desde esa noche, no volvió a mirarse en un espejo.
No hacía falta.
Sabía que no iba a encontrar nada.
Pero a veces, cuando alguien le dice “qué linda que estás hoy” o “te veo diferente”, siente algo en la nuca.
Como dedos húmedos, largos, fríos, acomodándola, empujándola a un lado para que no estorbe en el cuadro. Y en el fondo de su cabeza, escucha el gorgoteo de la rejilla del baño, tragando, masticando, esperando.
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