Aprender a seguir
- Raul oscar López
- 14 sept
- 2 Min. de lectura

No hay un día en que no me despierte con la esperanza de que ya no duela. Apoyo el pie en el suelo, y ahí está: el latigazo.
El mismo de siempre.
Como un vecino molesto que no se muda más.
Al principio corrí detrás de todas las recetas.
Traumatólogos, placas, resonancias, calmantes.
Un desfile de nombres raros y promesas fugaces.
Me clavaron agujas, me inflaron de pastillas, me hicieron creer que en la próxima sesión, en el próximo frasquito, iba a estar la salida.
Y nada.
Después viene la etapa del fastidio.
No solo el dolor en la pierna: también el otro, el que se mete en el humor.
Ese que te hace contestar mal, mirar con cara torcida, perder la paciencia hasta con los que no tienen la culpa.
Ahí es cuando aparece mi esposa, con esa calma suya que es mitad ternura y mitad carácter. Se banca mis enojos, mis malas caras, y aun así me arrima un mate, me dice “vamos a estar bien”, como si esas palabras fueran un escudo contra todo.
Y está mi hijo, que con sus veintipico y su propia vida a cuestas, igual se hace un rato para preguntar cómo estoy, para decirme que me acompañe a la próxima sesión, que busquemos juntos otra alternativa.
Sus buenas intenciones me sostienen más de lo que él cree.
Capaz que no se trata de ganar.
Se trata de resistir.
De caminar torcido pero caminar igual.
De bancarse que la pierna mande señales equivocadas, pero la cabeza no se rinda.
Y de saber que, aunque el dolor no se vaya nunca, no estoy solo en esta.
Porque cada vez que el dolor afloja, aunque sea un ratito, la vida todavía sabe a vida.
Y porque tengo a los míos, que no me dejan caer.
Y eso, en medio de todo, alcanza para seguir.
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