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PABLO Y VALENTINA

  • Foto del escritor: Raul oscar López
    Raul oscar López
  • 7 ago
  • 10 Min. de lectura

Actualizado: 30 sept


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Hay amores que no empiezan.

O que empiezan demasiado tarde.

O que empiezan y ya están condenados a no avanzar ni un paso.

Pero aún así… suceden.

Y no hay forma de impedirlo.

Porque no se necesita piel, ni besos, ni promesas para amar.

A veces alcanza con un vaso de agua.


Pablo


Pablo tiene 39.

Es fuerte, callado, y arrastra camillas como quien arrastra problemas.

Trabaja en el Sanatorio San Antonio de Padua, donde las paredes son de mármol, los baños tienen sensores y los pacientes llegan con prepaga que suena en inglés.

Viste uniforme bordó, zapatillas gastadas y cara de tipo que se levanta a las cinco.

Porque se levanta a las cinco.

Hace ocho años que empuja camillas por pasillos climatizados, esquivando médicos que no lo ven y pacientes que lo miran como parte del mobiliario.

Pero Pablo está en todo.

Sabe cuál ascensor no se traba.

Sabe qué enfermero te hace esperar.

Sabe cuándo una paciente está por quebrarse, no la cadera: el ánimo.

Y ahí, sin que nadie lo vea, le dice bajito:

—Tranquila, señora. Falta poco.

En el sanatorio lo saludan con un “Pablito”, como si eso pagara más.

Pero su sueldo es flaco.

Más flaco que él.

Y no importa cuánto corra, cuánto suba, cuánto baje, cuánto ayude…no llega.

No llega a pagar todo.

No llega a sacar turno para él.

No llega a decir en voz alta lo que le pasa.

Una vez, una médica joven —recién recibida, con perfume caro y empatía teórica— le preguntó:

—¿Y vos qué hacés cuando salís de acá?

Y él respondió:

—Entro a trabajar en otro lado.

Porque Pablo tiene otro laburo.

Y a veces un tercero, según el mes.

Hace fletes. Repartos.

Lleva muebles. Lava autos.

Y todo con ese cuerpo que ya no da más, pero no se queja.

Una tarde, una paciente lo miró y le dijo:

—Vos deberías ser enfermero, con la paciencia que tenés.

Y él sonrió.

Pero pensó: “No tengo plata ni para la SUBE, voy a tener para estudiar…”

Tiene dos hijos.

Una mochila que se rompió pero sigue usando.

Y una carpeta escondida en el fondo del placard con boletas atrasadas.

Pero eso no se ve.

Lo que se ve es que Pablo es impecable.

Camina rápido, acomoda con cuidado, limpia una mancha del piso sin que nadie se lo pida.

Y cuando llega la familia del paciente, se corre a un costado, como si no existiera.

Un día lo vio el director del sanatorio.

Y dijo:

—Ese camillero es de los buenos.

Después se metió en su oficina con aire central y lo olvidó.

Pablo no espera reconocimiento.

No espera aumento.

No espera nada.

Solo espera cobrar el viernes.

Y que el ascensor ande.


Valentina


Valentina tenía 26.

Y 26 mil dudas.

Acababa de empezar su residencia en Clínica Médica.

La habían asignado al Sanatorio San Antonio de Padua, y aunque sonaba a lugar de elite, a los cinco días ya sabía que la élite era para los pacientes, no para los residentes.

Turnos eternos.

Guardias de 24 horas que eran 30.

Médicos que la trataban como pasante, enfermeros que no le creían nada,

y pacientes que se le desmayaban cuando ella todavía no sabía dónde quedaba el tensiómetro.

Al principio lo anotaba todo.

Llevaba una libretita con apuntes, tips, frases de los médicos de planta.

A la tercera semana, la usaba para escribir cosas como:

“No soy buena”,

“Me voy”,

“¿Dónde me metí?”

Dormía poco.

Comía mal.

Y una noche, mientras revisaba una historia clínica a las 3 de la mañana, un paciente se le quedó mirando y le dijo:

—¿Vos estás más enferma que yo, doctora?

No supo qué responder.

Tenía las manos frías y el corazón hecho una pelota.

Ese día no lloró.

Lloró el otro.

Cuando se le murió su primer paciente.

Una mujer grande, con nombre de flor, que la había abrazado el día anterior.

Valentina se quedó en el baño del segundo piso, apoyada contra el lavamanos, llorando en silencio.

No era solo por la muerte.

Era porque sentía que no estaba hecha para eso.

Quiso llamar a su mamá, pero no se animó.

Quiso irse, pero no tenía adónde.

A la semana, volvió a sonreír.

Un paciente joven se curó y le dijo gracias con una tarjetita dibujada a mano.

Esa tarjetita todavía la tiene, en un cajón con otras cosas que no muestra.

Porque Valentina era fuerte.

Pero frágil por dentro.

De esas personas que ayudan para no desmoronarse.

Tenía novio en esa época.

Un tipo bien. Ingeniero.

Que le decía “vos te estás quemando por gusto”

y ella pensaba “no entendés nada”.

Se sentía sola.

Pero no lo decía.

Porque en el hospital, decir que estás mal es como decir que sos débil.

Y ella quería ser médica.

Quería ser fuerte.

Quería que confiaran en ella.

Y entonces, una tarde, en un pasillo como tantos,

mientras bajaba con una historia clínica arrugada y la cabeza llena de ruido,

vio pasar a un camillero empujando una abuela.

Cara seria.

Movimientos suaves.

Una mirada honesta, tranquila.

No fue amor.

No fue intuición.

Fue una especie de pausa.

Y por primera vez en semanas, pensó:

"Él no me conoce, y sin embargo, me dio paz."

Se cruzarían después.

Más veces.

En otras historias.

Pero esa Valentina rota, vacía, cargada de vocación y miedo,

ya lo había visto.

Y sin saberlo,

ya había empezado a curarse.

Por fin


Pablo la vio por primera vez un jueves al mediodía.

Ella bajaba de Clínica Médica con la cara derretida de cansancio y el ambo arrugado de haber dormido dos horas en una silla.

Él empujaba la camilla 405, la de un abuelo que no hablaba pero sonreía.

Y cuando cruzaron miradas, no fue amor a primera vista.

Fue otra cosa.

Un “ah, vos también estás sobreviviendo”.

Con el tiempo se saludaron.

Después, se hablaron.

Después, se quedaron cinco segundos más al lado del ascensor, sin que nadie lo notara.

Mentira. Todos lo notaron.

Valentina tiene marido. Uno bueno, trabajador.

Ingeniero que no entiende los turnos rotativos ni por qué ella llega oliendo a hospital y a culpa.

Pablo tiene esposa. Una que lo banca desde el primer flete en 2012.

Una que lava el uniforme mientras él duerme, y se sienta con los chicos a esperar que papá llegue.

Pero el hospital es otra cosa.

Es un planeta con su propio clima.

Ahí todo arde más rápido.

El roce de una camilla, una charla en la sala de RX, un café frío compartido con ojos que dicen “yo también estoy solo, aunque no lo diga”.

Una tarde, Valentina bajó llorando de una internación.

Una paciente se le había muerto en brazos.

Pablo la vio desde el pasillo, dejó lo que estaba haciendo, se acercó sin decir nada y le dio un vaso de agua.

Ella lo miró como si fuera el único en ese edificio de mármol que sabía lo que dolía no poder llorar en voz alta.

No pasó nada. No un beso. No una mano.

Pero pasó todo.

Porque esa noche, en sus casas, los dos pensaron lo mismo:

“No puede ser. No tiene que pasar. Pero pasa.”

Y siguió pasando.

Charlas de a ratos.

Miradas que se entienden.

Mensajes que no deberían.

Y una vez, una sola vez, un abrazo en el pasillo del segundo piso, entre la sala de trauma y el ascensor roto.

Duró tres segundos.

Pero fue más honesto que todo lo que dijeron en Navidad con sus familias.

Después de eso, se alejaron.

Pablo pidió que lo pasaran a turnos rotativos.

Valentina pidió cambio de guardia.

Y aunque se cruzan de vez en cuando, no se hablan más que lo justo.

Pero cada tanto, cuando él lleva una camilla y ella pasa con un historial en la mano,

se miran.

Se miran con esa mezcla de lo que pudo ser, lo que no fue, y lo que no debe repetirse nunca más… aunque duela.

Porque hay amores que no explotan.

Se aprietan en el pecho y se guardan como radiografías viejas.

Nadie las mira, pero están ahí.



De afuera si se ve


Roberto tiene 61 años y media espalda vencida.

Hace 26 que sirve café, medialunas de plástico y tostados tibios en el kiosquito del subsuelo del Sanatorio San Antonio de Padua.

Nadie sabe bien su apellido.

Todos lo llaman Roberto. O “el Rober”.

Está en el mostrador desde las seis y media.

Antes que lleguen los médicos, las enfermeras, los administrativos.

Ya con la cafetera encendida y el diario sobre el freezer de las gaseosas.

Sabe quién está cansado, quién se peleó en casa, quién viene con mala cara.

No porque le cuenten.

Porque los mira.

Y un día, empezó a mirar a Pablo y a la médica nueva: Valentina.

La residente.

—Yo no soy chusma, aclara Roberto.

Pero cuando dos personas se miran como se miraban esos dos… uno no necesita escuchar.

Solo hace falta ver lo que no hacen.

Él los veía bajar a la cafetería con excusas tontas.

Valentina pedía un agua saborizada y se quedaba mirando el piso.

Pablo pedía un tostado y no se lo comía.

Nunca estaban al mismo tiempo… salvo cuando no había nadie más.

Y ahí hablaban bajito. Se reían.

Se tocaban los silencios.

Una vez los vio salir juntos, callados, caminando por el pasillo del subsuelo.

No se tocaban.

Pero iban con las manos apretadas como si las sostuvieran en la cabeza.

Ese día, Roberto guardó el tacho de basura que estaba por sacar.

No quiso interrumpir.

No era morbo.

Era respeto.

Respeto a algo que no podía ser, pero estaba ahí.

Después vinieron las señales de ruptura:

Pablo ya no bajaba.

Valentina dejó de pasar por agua saborizada.

Y en la cara de ambos, Roberto leyó algo que había visto muchas veces:

eso que duele cuando uno renuncia a lo que quiere, para no lastimar a los demás.

Un jueves a la tarde, Valentina bajó con los ojos hinchados.

Pidió un café.

Y mientras esperaba, dijo:

—¿Vos viste a Pablo?

Roberto no respondió con palabras.

Solo le alcanzó el vaso y dijo:

—Te dejó el vuelto en el silencio, doctora.

Valentina se lo quedó mirando.

Quiso sonreír, pero no pudo.

Se fue.

Desde entonces, nunca más se cruzaron ahí.

O si se cruzaron, no fue en el horario en que él estaba.

Pero cada vez que escucha pasos en el pasillo, Roberto mira.

No para buscar drama.

Para cuidar la historia.

Porque no fue amor clandestino.

Fue amor con uniforme.

Y como todo lo que pasa en los hospitales, nació del dolor, creció en los pasillos… y terminó por el bien de otros.


Siempre se vuelve…


Pasaron once años desde la última vez que Pablo empujó una camilla.

Once.

Una vida.

Un matrimonio que no sobrevivió al desgaste.

Dos hijos que ya no lo despiertan para mostrarle dibujos.

Y un cuerpo que dijo “basta” sin pedir permiso.

Una mañana se levantó con un dolor agudo en el pecho.

No el dolor existencial de siempre.

Uno concreto.

Fuerte.

Redondo como una piedra apretada entre las costillas.

La ambulancia tardó.

Porque siempre tarda.

Pero llegó.

Y lo trajo al lugar que había jurado no pisar más, El Sanatorio San Antonio de Padua.

Lo bajaron por la rampa.

Y lo cruzaron por ese pasillo que conocía mejor que la palma de su mano.

Pasó por la sala de RX.

Por la puerta donde Norma gritaba a diario.

Por el ascensor que se trababa si no lo cerrabas con cariño.

Ahora estaba acostado.

Con un suero en la mano.

Con una bata de papel.

Con una lágrima tonta que se le escapó cuando escuchó a alguien decir:

—Traelo al segundo. A la 207.

La 207.

Su vieja sala.

Donde una vez abrazó a una médica que no olvidó nunca. Valentina.

No pensaba en ella todos los días.

Pero cada vez que veía una residente apurada en la calle,

cada vez que leía “Hospital” en una bolsa de farmacia,

cada vez que una mujer lo miraba con esa mezcla de cansancio y ternura,

la sentía cerca.

No sabía si seguía trabajando ahí.

No preguntó.

No quería saber.

Pero el destino tiene la sutileza de una camilla sin frenos.

Y esa tarde, en la puerta de su habitación, alguien golpeó.

—¿Pablo?

Él giró despacio.

Era ella.

No con guardapolvo.

Con ropa de calle.

Con las ojeras un poco más vividas, las canas tímidas en la sien, y una sonrisa vieja como un abrazo que no se da desde hace años.

—Estoy de visita. Vine a ver a un paciente… y me dijeron que estabas vos.

—Sí. Vine… de este lado, esta vez.

—¿Y cómo estás?

—Asustado. Y contento de verte. No sé en qué orden.

Ella se sentó al borde de la cama.

Y por un rato, no hablaron.

Solo estuvieron.

Como si esos once años no fueran más que una siesta larga.

Como si lo que no pasó se hubiera guardado para este momento.

Él la miró y dijo:

—¿Te acordás lo que no hicimos?

—Todos los días.

—¿Estás bien?

—Estoy… en paz.

—Qué suerte.

Ella le tomó la mano.

Solo un instante.

—Me voy. Te dejo mi teléfono y quédate tranquilo. Estás en buenas manos.

—Siempre lo estuve, aunque no me dejé.

Y se fue.

Pablo cerró los ojos.

Y pensó que tal vez, el cuerpo se cansa antes que el alma.

Pero el alma —cuando la acarician aunque sea tarde— afloja.


Y al final… te traje el café


Pasaron los años.

Muchos.

De esos que no se cuentan con calendario, sino con arrugas, mudanzas, nietos y duelos.

Pablo se jubiló con una pensión flaca y una espalda torcida.

Vivía en una casa chiquita, con un limonero en el fondo y un termo siempre listo, por si llegaba alguien.

Nunca se volvió a casar.

Tuvo alguna historia breve, tibia, sin ruido.

Pero adentro suyo, Valentina seguía sentada en un pasillo, con ojeras dulces y una sonrisa imposible.

Ella, por su parte, fue jefa de servicio.

Una médica respetada.

Madre de una hija hermosa, compañera de un hombre bueno al que quiso mucho, aunque nunca lo miró como a Pablo.

Cuando enviudó, se fue a vivir a una casa cerca del mar.

Y cada tanto, miraba el teléfono con una pregunta muda:

¿Seguirá vivo?

Hasta que un día, la respuesta fue sí.

Porque Pablo la llamó.

Años después.

Con la voz seca, pero firme.

Le dijo:

—Valentina. Tengo 83. El cardiólogo me dice que no se me ocurra correr ni para tomar el colectivo.

—¿Querés que vaya?

—No. Quiero ir yo.

Y fue.

Llegó un martes, con la mochila gastada y el alma planchada.

Ella lo recibió con una remera de algodón, el pelo recogido y una sonrisa como las que ya no se ven en las fotos.

Se sentaron en la galería.

No hablaron mucho.

El silencio lo hizo todo.

Después de un rato, él se levantó, fue a la cocina y volvió con dos tazas.

—Al final te traje el café.

—Te tardaste un poco.

—No me animé antes.

Ella lo miró.

Le tomó la mano.

—Y ahora que viniste… ¿qué hacemos?

—Nos tomamos el tiempo que nos quede. Como si lo hubiéramos planeado.

Esa noche no durmieron juntos.

Durmieron cerca.

Como dos sobrevivientes que encontraron la misma orilla.

Al otro día salieron a caminar lento.

Y todos los días siguientes, también.

Hablaban poco.

Se reían más.

Veían películas en la tele vieja.

Comían pan casero con queso y miraban el cielo como si fuera la primera vez.

No hablaban del pasado.

Porque el pasado ya lo sabían.

Ahora vivían lo que no habían vivido.

Y un día —años después— cuando ya eran dos cuerpos frágiles,

cuando el mundo se les había achicado a una casa con flores,

cuando la nieta de ella venía a cebarles mate,

cuando todo dolía menos…

Pablo murió dormido.

Con la mano de Valentina en la suya.

Y ella no lloró.

Porque no era tristeza.

Era gratitud.

Porque a veces, el amor no necesita durar toda la vida.

Solo necesita llegar antes que se acabe.


Y que a veces, el verdadero amor…

es el que no nos deja arrepentirnos de haber amado,

aunque no haya sido.

 
 
 

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Quién Está Detrás del Blog

RAUL O. LOPEZ

Nací en San Isidro, Córdoba, pero hace años ando instalado en Bahía Blanca.
No me defino como escritor de manual: soy más bien un coleccionista de historias. Algunas me pasaron, otras me contaron y unas cuantas me las inventé para que la vida sea más entretenida.

 

Un día me crucé con la vida olvidada de un granadero de San Martín y terminé escribiendo una novela histórica:

 

Bogado: El Héroe que No Nombran.

 

Eso me enseñó que las mejores historias no siempre están en los libros, a veces están escondidas en un cajón o en la sobremesa de un domingo.

Este blog es mi patio.

Vas a encontrar relatos, recuerdos, ficciones y esas anécdotas que se cuentan bajito, como para que no se escapen.
Algunas te harán sonreir, otras quizás te dejen pensando.

Pasá, sentate y ponete cómodo, dale...

Y si algo de lo que leas te toca, aunque sea un poquito, contámelo.

Porque escribir es lindo, pero compartirlo es mucho mejor.

Si te gustó, ya sabés que hacer...

Acá termina. Y no, no hay escena postcréditos como en Marvel.👋

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