No hay nada que hacer...
- Raul oscar López
- 8 ago
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 12 ago

“No hay nada que hacer”, había dicho el médico, y esas palabras quedaron colgadas como telarañas en el techo del recuerdo. Él las escuchaba una y otra vez, como un eco suave y cruel que se empeñaba en no apagarse. Mientras tanto, ella seguía bailando.
No con pasos coreografiados ni ritmo alegre. Bailaba como si flotara apenas, con los pies gastando el suelo de la cocina, con los brazos levantados al polvo invisible del aire. Limpiaba los muebles sin verlos, movía un trapo sobre la madera, pero su mente estaba lejos, cada vez más lejos. A veces cantaba. A veces murmuraba. A veces ni eso.
Él la miraba desde el umbral, con los brazos colgando inútiles a los costados, como si todo su cuerpo supiera que ya no había forma de alcanzarla. Había empezado por los olvidos pequeños: dejar el fuego encendido, mezclar los nombres de sus nietos, guardar el celular en la heladera. Después vinieron los ojos vidriosos, la risa sin contexto, las palabras que no encontraba. Y ahora, eso: ese mundo suyo donde él no entraba.
Ella se le escapaba. Bailando. Cantando. Murmurando letras rotas. Limpiando muebles que ya no necesitaban ser limpiados.
—Mi amor —le decía él, apenas en voz baja, como si nombrarla pudiera traerla de vuelta—. ¿Querés que pongamos música?
A veces ella asentía con la cabeza, pero se quedaba quieta, como si no recordara qué era la música. O como si esperara que él cantara por los dos.
Y entonces él lo hacía. Cantaba bajito, con voz seca, quebrada, el tango que bailaron en su primer aniversario, la zamba que ella silbaba mientras cocinaba, el bolero que ponían cuando llovía. Ella sonreía a veces. A veces no.
Y cada día, el amor dolía distinto.
Una tarde, se encerró en el baño y no supo cómo abrir la puerta. Estuvo más de una hora ahí adentro, sentada en el borde de la bañadera, cantando bajito una canción que no existía. Cuando él logró destrabar la cerradura, la encontró con los pies descalzos sobre las baldosas frías y la mirada perdida en una toalla colgada. —¿Qué hacés, amor? —preguntó, sin alzar la voz. Ella lo miró como si no lo conociera. Como si fuera el vecino del almacén. O un hombre más.
Después vinieron las noches en que se levantaba a las tres de la mañana buscando a su madre. —¿Dónde está? —decía, con la bata desabrochada y los ojos mojados de niebla—. Me está esperando para coser. Él le preparaba un té y se lo daba con las dos manos, como se le da algo caliente a un pájaro herido. Ella lo tomaba y decía gracias. Después se dormía en el sillón.
Los objetos empezaron a perder sentido. El control remoto le parecía un teléfono. La cuchara, un peine. El diario, una carta que nunca llegó. Y su voz —la de él—, un murmullo sin nombre. —No me grites —decía ella, aunque él apenas hablara. Y entonces él aprendió a susurrar.
A veces, mientras ella dormía la siesta con la cabeza vencida hacia el hombro, él le acariciaba la frente como si fuera una niña. Y lloraba en silencio. No de golpe. No con bronca. Sino de esa manera lenta, como llora el que sabe que no hay vuelta atrás.
Empezó a escribir cosas en un cuadernito, por miedo a olvidarlas él también. Las comidas que le gustaban. El nombre de su flor preferida. La primera vez que se besaron. Lo que dijo ella cuando nació su hija. "Anotá todo", se dijo. "Anotá antes de que te pase a vos también."
Y seguía cuidándola. Aun cuando ella se olvidaba de cuidar el cuerpo. Aun cuando le costaba lavarse los dientes. Aun cuando, una tarde, le preguntó: —¿Usted es el señor que viene a visitarme todos los días?
Fue una tarde cualquiera. De esas en las que el otoño no decide si quiere ser frío o apenas melancólico. La ventana estaba entreabierta y el sol entraba rasante, dorando las cosas humildes: el respaldo de la silla, el borde de una cortina, el pelo blanco de ella.
Él estaba sentado en el sillón, con el mate en la mano y la mirada perdida. Entonces la escuchó. —¿Te acordás del Paraná?
Levantó la vista. Ella lo miraba fijo, como antes. No había niebla en los ojos. No había confusión. Había memoria.
—¿El Paraná? —dijo él, con un nudo en la garganta. —Sí. Cuando fuimos a Corrientes. Que vos me llevaste con la carpa y después llovió toda la noche, ¿te acordás? —Claro que me acuerdo. Vos querías volver y yo dije que no, que si nos mojábamos, nos mojábamos juntos.
Ella se rió. Una risa cortita, clara. Como un vaso de agua fresca en pleno verano. Y él la rió con ella, y se le humedecieron los ojos, pero no lloró. No en ese momento.
—¿Qué día es hoy? —preguntó ella. —Jueves. —¿Y qué año? —2025.
Ella se quedó pensando. —Ah, mirá vos. Yo pensé que era otro.
Se quedaron en silencio. Pero uno de esos silencios que no pesan, que se sienten como un abrazo largo. Él se acercó y le acomodó el pelo detrás de la oreja. Ella cerró los ojos y apoyó la cabeza en su pecho.
—Me gusta cuando me abrazás —dijo. —A mí también.
Esa tarde comieron juntos. Ella pidió polenta. —Con queso rallado, si hay. Y él le puso más queso del que ella solía aceptar, por las dudas de que no volviera a pedirlo nunca más.
Esa noche durmieron tomados de la mano. Él sintió que ella respiraba lento, parejo, como si descansara de todo lo vivido. Y se durmió en paz, sin saber que al día siguiente, al despertarse, la mano de ella iba a estar tibia todavía, pero inmóvil.
A la mañana siguiente, él se despertó con la misma rutina de siempre. Encendió el velador, se sentó en el borde de la cama, buscó las pantuflas con los pies. Se estiró la remera arrugada del pijama y giró la cabeza hacia ella, como cada día.
Ella estaba igual que la noche anterior. La cabeza inclinada apenas hacia él. Los ojos cerrados. Una calma rara, una especie de descanso hondo. Como si hubiera encontrado al fin el rincón tibio donde dormir sin miedo.
Él supo. No porque faltara el aliento, ni porque la piel tuviera otro color. Supo porque no sintió su mano. Porque por primera vez en décadas, la mañana no traía su pulso.
La tocó con una ternura de vidrio. Como si no pudiera rozarla sin romperse. Como si decir su nombre pudiera despertarla. Pero no lo dijo. No dijo nada.
Se quedó ahí. Sentado. Sabiendo.
Pasaron los minutos. Después las horas. La casa siguió como si no lo supiera todavía: la pava que no silbó, los gorriones del patio, la cortina que se movía con el viento.
Él no lloró. No enseguida. Solo se inclinó y apoyó la frente sobre su pecho quieto. Y entonces, muy bajito, le cantó la canción que ella murmuraba cuando limpiaba los muebles. Esa tonada gastada y vieja que ya no tenía letra. La tarareó sin palabras, como ella.
Y así la despidió.
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