Los de la ventana de la cocina
- Raul oscar López
- 11 ago.
- 2 Min. de lectura

Lucas llegaba solo a casa desde hacía dos meses.
La escuela salía a las 12:30.
Caminaba una cuadra, tomaba el 524, bajaba en la esquina de su edificio y subía al piso 7.
Tenía 10 años y una llave colgada del cuello.
Lo habían entrenado para eso.
—Llegás, abrís, trancás. No le hablés a nadie. Comés lo que te dejé en el microondas. No toqués la cocina. Si pasa algo, llamás.
Eso hacía.
Pero desde hace dos semanas, cada vez que entraba, tenía que mirar la ventana de la cocina.
Siempre.
Porque había días que alguien lo miraba desde afuera.
Y eso que no había balcón.
Y eso que estaba en un séptimo piso.
Al principio pensó que eran reflejos. Las cortinas finitas, los vidrios dobles, el sol del mediodía.
Después creyó que era el del edificio de enfrente. Un loco, un viejo chusma, un pibe aburrido con binoculares.
Pero no.
Una vez lo vio.
Una figura. Blanca. Con la cabeza inclinada. Sin cara.
No entraba.
No golpeaba.
Solo miraba.
Y después, ya no era uno.
Eran dos.
Y luego tres.
Siempre en la ventana. Siempre al mediodía. Siempre en silencio.
Lucas cerraba la puerta del baño y se metía ahí con la comida.
A veces ni comía.
Solo se tapaba los oídos con los auriculares del celu.
Pero en las canciones, empezó a oír cosas raras.
Voces graves. Como susurros distorsionados.
Decían su nombre.
No gritaban.
Le hablaban bajito. Como si lo conocieran.
Le preguntaban cosas que nadie sabía.
—¿Te acordás del día que mentiste en el almacén?
—¿Te acordás cuando le pegaste a tu primo y dijiste que fue él?
Lucas se arrancó los auriculares.
La madre empezó a notar que estaba raro.
No comía. Tenía ojeras. No quería quedarse solo.
Pero era imposible.
Ella trabajaba. No había plata. No había opciones.
La Argentina no da tregua.
—Dejate de joder con boludeces. Son nervios, nada más.
Pero los nervios no dejan marcas en el vidrio.
Una tarde, Lucas vio que uno de ellos puso la mano contra el vidrio.
Y quedó una mancha.
Una mano húmeda. De adentro para afuera.
Porque eso entendió:
ya no estaban afuera.
Los de la ventana ahora estaban del lado de adentro.
Se escondían cuando la madre llegaba.
Pero él sabía.
Los escuchaba caminar por la cocina.
Los veía agachados bajo la mesa.
Los sentía respirarle en la nuca mientras hacía la tarea.
No podía contarlo.
¿Quién le iba a creer?
Un día, se animó a mirar directo a la ventana.
Y estaban todos.
Muchos.
Uno tenía uniforme escolar. Otro estaba despeinado como él.
Uno tenía su cara.
Y entonces lo entendió:
eran todos los “Lucas” que él había querido esconder.
Los que sintieron miedo. Los que se sintieron solos.
Los que fueron ignorados.
Los que tuvieron que “hacerse los grandes”.
Y ahora lo miraban.
Esperaban.
Querían entrar más.
Esa noche, le dijo a su mamá:
—¿Puedo dormir con vos?
Ella, medio dormida, contestó:
—Claro, vení. Pero cerrá bien la ventana.
Lucas fue a cerrarla.
Pero antes, les dijo algo a los que lo esperaban del otro lado:
—Mañana les abro. Pero hoy… no.
Y los de la ventana, por primera vez, asintieron
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