Lo que no entra en el baúl, entra en el corazón.
- Raul oscar López
- 8 ago
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Allá por los principios de los años ochenta, cuando el teléfono fijo era un lujo y si alguien te decía “te llamo”, podía ser en marzo o en 1989, unos tíos míos misioneros —el tío Roque o el tío Pubi, no importa cuál, porque los dos eran iguales: tipos de gran corazón y cero sentido de la logística— venían volviendo de algún lado con el baúl del auto explotado y el impulso noble de pasar a saludar.
La escena es así: entran a Curuzú Cuatiá buscando nuestra casa. Pero como no había ni GPS, ni guía T, ni siquiera un croquis medianamente confiable, deciden parar en una casa al voleo.Y ahí —como si lo hubiera escrito Discépolo en una tarde borracha— se encuentran con uno de los hermanos Ortiz.El Ortiz, el que andaba siempre en ojotas con medias y decía “¡hora pa vos!” aunque fueran las seis y diez.
Entonces, el tío baja la ventanilla y le pregunta si sabía dónde vivían los López.Y el Ortiz, en vez de explicar como cualquier cristiano, grita:—¡Yo los conozco! ¡Síganme!Y sin esperar respuesta, sale corriendo por la calle.¡Corriendo, hermano!Pero no corriendo normal. No. Corriendo como si tuviera un fuego en el culo y una deuda con la AFIP.
Y mis tíos, que venían embalados, arrancan el auto y lo siguen.Una cosa de locos. El Ortiz a las chapas, esquivando perros, con la lengua afuera, y atrás el coche doblando en tercera como si fuera el Gran Premio de Mónaco.La gente salía de las casas a mirar, uno hasta gritó:—¡Es la maratón del chamamé!
Así llegaron a casa.Y ahí empezó la descarga.
Uno tras otro bajaban del auto como si vinieran del éxodo jujeño. Una tía con una fuente de tallarines ya cocidos (yo te juro que los fideos venían servidos, con queso rallado y todo), un primo con un ventilador sin hélice, otro con una garrafa, y entre medio… ¡la pastalinda!La pastalinda, entendes? ¡La máquina de hacer fideos!Como si fueran a quedarse seis meses y montar una trattoria.
Entraron todos, saludaron como si volvieran de Malvinas y se instalaron como si nunca se hubieran ido. Y nosotros felices, claro. Porque antes, cuando caían parientes, no era problema: era fiesta. Aunque te invadieran el baño, aunque el perro se pusiera nervioso y la abuela perdiera la dentadura por el susto.
Y si me preguntás, yo creo que ese día nació el delivery a pie. Porque lo de Ortiz no fue una indicación: fue un tour guiado con sprint final.
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