La cosa del agua
- Raul oscar López
- 12 ago
- 5 Min. de lectura

Daniel nunca supo cuándo empezó, no con exactitud. La memoria es un hijo de puta cuando el miedo se mete en ella, ¿sabés?
Todo se mezcla, como pintura vieja en un tarro oxidado. Podría haber sido a los trece, cuando todavía era un flaco desgarbado que soñaba con ser el próximo Vilas. O tal vez a los dieciséis, cuando ya sabía que no iba a llegar a Wimbledon, pero igual se mataba practicando saques contra la pared del club hasta que el sol se ponía y el aire se volvía pesado, como si alguien hubiera olvidado cerrar un grifo en el cielo.
El club de tenis de San Justo no era gran cosa: una cancha de cemento agrietado, un vestuario que olía a sudor rancio y cañerías podridas, y una red que siempre estaba floja, como si se rindiera antes de que empezara el partido.
Pero para Daniel, ese lugar era su iglesia. Se quedaba hasta tarde, golpeando la pelota contra la pared, ploc, ploc, ploc, hasta que la luz se iba y el mundo se ponía raro.
Fue en una de esas noches, con el eco de sus zapatillas rebotando en los azulejos húmedos del vestuario, cuando lo sintió por primera vez.
Alguien lo estaba mirando.
No era una pavada de adolescente paranoico. No era el típico me-pareció-ver-algo que te da un escalofrío y después te reís.
Era otra cosa. Algo que te apretaba el pecho, como si el aire mismo tuviera dedos.
Y siempre, siempre, estaba el goteo.
Plop. Plop. Plop.
Como si alguien hubiera colgado una cuerda empapada del techo y la sacudiera, solo para joderte.
Daniel revisaba las duchas, los lavabos, hasta las cañerías del baño, pero nunca encontraba nada. El goteo venía de ninguna parte. Y sin embargo, cada vez que estaba solo, ahí estaba.
Plop. Plop.
Lo llamó la cosa del agua, porque no tenía otro nombre.
Porque cada vez que estaba cerca, el grip de su raqueta se le escurría de las manos, el suelo del vestuario se volvía resbaloso como si alguien hubiera volcado un balde, y sus medias terminaban empapadas, aunque afuera el sol pegara como en el desierto del Sahara.
Una vez, en un torneo en Mendoza, en plena semifinal, sintió un empujón. No un tropiezo, no una torpeza. Un empujón.
Cayó de culo, la raqueta voló por el aire, y cuando se levantó, sus pantalones estaban chorreando.
No sudados, no.
Mojados.
Como si se hubiera metido en una pileta con ropa y todo. La gente en las gradas se rió, pensando que era un boludo que no sabía caminar.
Pero él sabía que no fue un accidente.
A los veintisiete, Daniel ganó el nacional. No era el US Open, pero para un pibe de San Justo, era lo más cerca que iba a estar de la gloria.
Hubo podio, una copa fea que parecía comprada en un bazar, flashes de cámaras baratas y un par de entrevistas para diarios locales que nadie leía. Pero lo único que Daniel recuerda de ese día es el olor a humedad, como si el aire mismo estuviera podrido.
Y un murmullo, justo en su oído, claro como el agua: “No lo merecés.”
Se retiró al año siguiente. Sin explicaciones, sin drama. Dejó la raqueta colgada en un clavo en el garaje y se convirtió en entrenador, pensando que así podría dejar atrás a la cosa del agua. Que si no jugaba, si no estaba solo en la cancha al anochecer, eso —fuera lo que fuera— lo dejaría en paz.
Y entonces apareció Tomás.
Nueve años, zurdo, con un saque tan preciso que parecía que la pelota estaba programada para caer justo en la línea. Pero había algo en él. Una mirada rara, como si viera cosas que los demás no.
Al principio, Daniel pensó que eran pavadas de pibe.
Tomás decía cosas como: “Hay alguien en la red, profe.” Y cuando Daniel le preguntaba qué carajo quería decir, el chico solo se encogía de hombros. “Un tipo. No me deja pasar los tiros.”
Daniel se reía, porque ¿qué otra cosa iba a hacer? Pero entonces, un día, en pleno peloteo bajo un sol que rajaba la tierra, Tomás se quedó quieto, con la raqueta colgando como si pesara una tonelada. Miró al cielo, que estaba más limpio que el vidrio de una iglesia, y dijo, con una voz que no parecía la suya: “Está goteando, profe.”
Y ahí estaba. Plop. Plop. Gotas cayendo del aire, como si alguien hubiera abierto un grifo invisible sobre la cancha. Daniel sintió que el corazón se le subía a la garganta.
Porque no era la primera vez que escuchaba eso. Porque él lo sabía.
Recordó el lago, cuando tenía cinco años. El agua helada cerrándose sobre su cabeza, los dedos fríos que parecían engancharse en sus tobillos, tirándolo hacia abajo.
Lo habían rescatado, su viejo y un pescador que estaba cerca.
O eso le habían dicho.
Pero ahora, mirando a Tomás, Daniel no estaba tan seguro. Quizás nunca lo habían sacado del todo.
Quizás algo se había quedado con él.
Empezó a investigar, porque no podía hacer otra cosa.
Encontró un artículo viejo, de un entrenador en Rosario que se había colgado en el 97. Antes de hacerlo, dejó una nota garabateada en un cuaderno: El agua no se va nunca.
Solo cambia de cuerpo. En una entrevista perdida en un archivo de YouTube, un técnico de Córdoba, con la cara curtida por el sol, decía: “Algunos chicos juegan con talento. Otros, con peso muerto en los tobillos. Los que no flotan… se hunden. No es su culpa.”
Daniel sintió un escalofrío al leer eso, como si alguien hubiera abierto una ventana en pleno invierno.
Tomás empezó a cambiar. No era solo la mirada. Era su piel, siempre fría, como si acabara de salir de un río. Cuando Daniel lo abrazaba después de un entrenamiento, era como tocar un cadáver. Y el chico empezaba a hablar menos, a moverse más lento, como si cargara algo que nadie más podía ver.
Una mañana, Tomás no apareció en el club. Su madre llamó, dijo que estaba enfermo, que no paraba de temblar y decía que tenía “agua en la cabeza”.
Daniel no lo pensó dos veces. Fue a la casa del chico, un departamentito en un barrio tranquilo, con paredes descascaradas y olor a naftalina. Encontró a Tomás en su cama, enrollado en una sábana como si fuera un capullo. La almohada estaba empapada, como si alguien hubiera volcado un balde encima. La madre no lo notaba. Decía que era fiebre, que ya se le iba a pasar. Pero Daniel sí lo veía. Y lo sentía. El aire en la habitación estaba pesado, húmedo, como si estuvieran bajo el agua.
Se arrodilló junto a la cama, con el corazón latiéndole tan fuerte que pensó que se le iba a salir del pecho. No le habló a Tomás. Le habló a eso.
“Llevame a mí,” dijo, con la voz temblando pero firme. “Ya tuviste bastante. Este chico todavía flota.”
No hubo respuesta.
Solo el goteo.
Plop. Plop.
Pero esa noche, Daniel soñó con el lago otra vez.
Estaba en un bote, remando en la oscuridad.
No había olas, no había viento, no había goteo. Solo el silencio, tan seco que parecía gritar. Y el bote, por primera vez en su vida, estaba seco.
Completamente seco.
Despertó con lágrimas en los ojos, pero no sabía si eran de alivio o de miedo.
Porque en el fondo, sabía que la cosa del agua no se había ido.
Solo estaba esperando.
Y el agua, como siempre, encuentra la manera de colarse por las grietas.
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