El reino de los códigos
- Raul oscar López
- 29 sept
- 2 Min. de lectura

Hay una injusticia silenciosa en todo esto.
La generación que se forjó en la lentitud de los días, en el roce de las manos al intercambiar un documento, en la calidez del papel que guardaba firmas como promesas.
Justo cuando alcanzaron la suave calma de sus años dorados, les cambiaron el mundo.
Les dijeron que el pasado ya no servía, que todo era nuevo, rápido y brillante.
Hoy, la vejez no se mide en arrugas que cuentan historias o en el dulce cansancio de los huesos, sino en la perplejidad ante pantallas que piden cosas incomprensibles. Les exigen claves que parecen jeroglíficos, huellas que a veces olvidan su propia identidad y números que cambian sin aviso. Y ellos, que construyeron una vida con la paciencia de un tejedor, ahora sienten el corazón encogido frente a un cajero que habla en un idioma ajeno.
En esa vulnerabilidad, en ese titubeo, hay una ternura que nos desarma.
Cada abuelo que alza la mirada buscando un rostro conocido en la ventanilla nos susurra una verdad que la prisa ha sepultado: la vida no se hizo para ser un trámite.
El verdadero tesoro nunca estuvo en la velocidad, sino en el abrazo, en la confianza que se leía en la mirada del otro.
Quizás la tecnología llegó para eliminar las filas, para darnos tiempo.
Pero nunca podrá sustituir ese gesto luminoso: un nieto que se acerca a su abuela, toma su mano arrugada con delicadeza infinita y, con una sonrisa que es refugio, le dice: "Dame, yo te lo hago".
Y en ese instante, en ese pequeño milagro de conexión humana, todos los códigos del mundo se derrumban ante el más sencillo de todos: el amor.
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