El hueco del placard
- Raul oscar López
- 11 ago
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 12 ago

Mateo dejó de usar el espejo a los once.
No porque no quisiera verse. Sino porque un día, simplemente, dejó de aparecer.
No fue de golpe. Primero eran los ojos. Después la boca.
Y después… nada.
Seguía peinándose igual. Se afeitaba con cuidado. Sabía que estaba ahí.
Pero el espejo lo ignoraba. Y eso —más que el miedo— era lo que más dolía.
En su casa no se hablaba mucho. Su madre trabajaba doble turno. Su padre… bueno, estaba pero no estaba. Mateo se pasaba las tardes solo, en su cuarto.
Ahí estaba el placard. Viejo, empotrado, con una puerta que nunca cerraba del todo.
Una noche, mientras buscaba una campera, sintió que algo le tocaba el hombro.
Su cuerpo giró. Su mano no. Lo que sea que estuviera ahí, estaba adentro del placard.
—¿Quién sos? —preguntó.
Y desde adentro, la voz —una mezcla de toalla mojada y bostezo— respondió:
—Yo soy la parte que no querés ver.
Mateo se quedó quieto. No preguntó más. Volvió a cerrar la puerta. No con miedo. Con resignación.
Porque ya la conocía. Esa voz. La había oído antes, en los recreos donde no lo elegían. En el "mejor quedate en casa" de su papá. En el "no me da el tiempo para charlar" de su mamá.
Desde entonces, cada vez que abría el placard, el hueco estaba más grande.
Ya no había fondo. Las paredes internas parecían respirar.
Y cuando metía la ropa, escuchaba cómo el hueco susurraba cosas tristes.
Frases suyas, que no recordaba haber dicho:
—“No le importo a nadie.”
—“No tengo nada especial.”
—“¿Y si no se arregla nunca esto?”
Un día, buscó una remera vieja. Y cuando metió el brazo, sintió que la tristeza le agarraba la muñeca.
No fuerte.
No para hacerle daño. Sino como quien no quiere quedarse solo.
Mateo tironeó.
Pero algo dentro suyo, no quiso soltarse del todo.
A partir de entonces, empezó a guardar todo en el placard.
La ropa.
Los cuadernos.
Las lágrimas.
Y después… las ganas.
Un sábado, la madre entró a su cuarto.
No había Mateo.
Solo un espejo apagado. Y el placard abierto, muy profundo.
En el espejo, por primera vez en meses, algo se reflejaba.
No era Mateo.
Era una silueta, sentada, con la cabeza entre las rodillas.
Y aunque nadie en la casa volvió a hablar de eso, el placard quedó siempre abierto.
Como esperando que algún día, él quisiera salir.
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