El guiso anfibio de Curuzú
- Raul oscar López
- 23 sept
- 1 Min. de lectura

Tercer año de la secundaria, Curuzú Cuatiá.
Años ochenta.
Otras épocas.
Otra lógica.
Otra biología.
La profesora —una señora de guardapolvo blanco y manos firmes— nos mandó a traer animales para disecar. Ranas, grillos, palomas, algún bicho más que ya no recuerdo. El aula olía a formol, y la curiosidad científica se mezclaba con el asco y el morbo adolescente.
Abríamos cuerpos con una precisión que no teníamos ni para cortarnos las uñas.
Todo por la ciencia. Y cuando terminamos, la profe, con naturalidad quirúrgica, dijo:
—Bueno chicos, llévense los restos.
Y eso hicimos.
Porque antes se usaba así.
Nadie protestaba.
Éramos soldados de la zoología aplicada.
Esa noche, los varones nos juntamos en la casa de Gustavo. Una idea brillante surgió: hacer un guiso. Arroz, caldo, y “lo que se pueda aprovechar” de lo que habíamos traído. El plan era medio chiste, medio ritual tribal.
Ya habíamos tomado algo antes de cocinar, así que la lucidez estaba en huelga.
Hubo discusión filosófica sobre qué era comestible y qué era sólo anecdótico. Y después… nadie recuerda con certeza.
El guiso se sirvió.
Se comió.
Algunos juran haber visto patas de rana.
Otros dicen que no era rana sino alita de paloma.
Yo vi algo con uñas, pero no pregunté.
Lo cierto es que salimos de esa.
Seguimos viviendo.
Nadie murió.
Nadie repitió.
Y así fue como, en nombre de la ciencia y el hambre mal ubicada, cocinamos el guiso más salvaje de nuestra historia.
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