Después del aplauso
- Raul oscar López
- 17 sept
- 3 Min. de lectura

A las nueve de la noche, la ciudad se abría como una caja de grillos rotos: los aplausos brotaban desde balcones y ventanas, como si cada palma golpeara no el aire, sino una puerta invisible que nunca debía haberse abierto.
Era un rito repetido hasta el hartazgo, una liturgia sin fe, mantenida por inercia o por miedo, como rezos de un pueblo que ya no cree, pero teme callar.
Él también salía.
Como los otros.
Aplaudía.
No por convicción.
No por emoción.
Tal vez por no ser el único rostro inmóvil en una ciudad que fingía vida.
El eco de las palmas retumbaba como un latido falso.
Golpeaban el vacío.
Como si al aplaudir pudieran espantar a la muerte.
Las noches eran todas iguales.
Frías.
Huecas.
Las luces parpadeaban detrás de cortinas inmóviles.
Antes, él también había aplaudido con ganas, creyendo que todo pasaría pronto.
Enfrente del suyo había un edificio elegante, antiguo, que tenía un patio interior siempre en penumbras, donde el eco de los aplausos parecía durar demasiado.
Había elegido ese departamento por la vista a ese edificio, sin saber que terminaría observándolo como si estuviera vivo.
Se entretenía mirándolo desde su balcón.
Imaginando la vida tras los vidrios.
Había ventanas que ya no se abrían.
Y vecinos que desaparecieron sin despedida.
El silencio crecía.
Como una mancha de humedad sobre el mundo.
Una noche, algo cambió.
Apareció un aplauso distinto.
Uno solo.
Seco.
Perfectamente medido.
Una palmada que no pedía compañía, que no buscaba eco.
Que golpeaba como un disparo.
Venía del octavo piso del edificio de enfrente. Siempre tarde. Siempre después.
Cada vez más fuerte.
El primero creyó que era casual.
Pero volvió.
Y volvió.
Y volvió.
Entonces comenzó la espera.
Ya no salía por costumbre, sino por necesidad.
Como quien abre una puerta esperando ver a alguien que ya sabe que no va a volver.
El aplauso lo llamaba.
No con palabras, sino con un vacío que se ensanchaba en su pecho.
Se sentía observado.
Como si la oscuridad le devolviera la mirada.
A veces, al asomarse, le venía la frase como un zumbido:
—"Quedáte en casa."
La voz del presidente, omnipresente, arrogante, dictando sentencias desde todas las pantallas.
Y él obedecía.
Todos obedecían.
Mientras, en la quinta presidencial, las copas tintineaban y las risas oficiales celebraban la impunidad, acá se contaban cuerpos, no se velaba ni se abrazaba.
El hilo se rompió una noche.
Adentro.
Sin ruido.
Pero se rompió.
Desde su balcón veía aquel edificio antiguo, tan elegante como siniestro. Tenía algo en sus líneas, en la manera en que el eco duraba demasiado. Como si el patio interior no devolviera el sonido, sino que lo tragara.
Notó cosas.
Detalles que antes no le importaban.
La ventana del segundo, la de don Arévalo, aquel que salía a fumar a la nochecita, cerrada desde hacía semanas.
Una cortina en el sexto, rígida, siempre en el mismo lugar.
Y la sensación de que algo lo vigilaba.
Como si el edificio respirara.
Una tarde vio a la portera afuera, regando con movimientos mecánicos unas macetas con plantas muertas.
Se cruzaron una mirada.
Él se acercó.
—Disculpe… el octavo, del lado del teatro, ¿quien vive ahí?
Ella bajó los ojos. El chorro de agua cayó desviado, tembloroso. Luego lo miró.
—¿Usted también lo escuchó?
—¿El aplauso?
Ella asintió.
—Fue el primero.
—¿Cómo?
—Murió una señora en el sexto. Antes, don Arévalo. Todos solos. Nadie los reclamó. Nadie los veló. Creo que el edificio… —susurró—, creo que el edificio, se está llenando de muertos que no se fueron.
Tragó saliva. Algo se le retorció dentro.
—¿Y el octavo?
—El doctor Echagüe… murió hace tres semanas. Solo también. Jubilado. Vivía con sus sombras, tenía manos raras, frías, enormes.
Él lo recordó entonces.
La voz calma.
El tacto de mármol.
Y aquella frase:
“No es grave si llega a tiempo.”
Esa noche, algo cambió de nuevo.
La palmada sonó.
Más cerca.
Más brutal.
Como si lo golpeara en el pecho.
Ya no venía del frente.
Ya no era eco.
Era carne.
Desde entonces, cada noche, a la misma hora, suena.
Una. Dos. A veces tres palmadas. Siempre solas. Siempre seguidas por algo más.
Una risa.
No una risa viva. Sino un estertor que aprendió a imitar la risa.
Hueca.
Antinatural.
Como si viniera de dentro de las paredes, húmeda, con olor a encierro y descomposición.
Ayer, una ambulancia se llevó a la portera.
Y esa noche, la palmada vino desde dentro.
Desde su sala.
Desde el pasillo.
Desde la sombra que se estira detrás de la puerta del baño.
Ahora no duerme.
Ya no puede.
El aplauso suena en su nuca, en la madera, en las cañerías.
El edificio respira por él.
Y jura que anoche, cuando miraba el edificio negro, sintió algo.
Unas manos.
Frías.
Firmes.
Enormes.
En su nuca.
Y una voz —muy cerca del oído— que decía, con tono clínico:
—Llegó tarde.
Y nada más.
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