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Carne prestada

  • Foto del escritor: Raul oscar López
    Raul oscar López
  • hace 2 días
  • 4 Min. de lectura
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El hospital olía a desinfectante rancio y a sudor que se pega a las paredes.

Cuando Mauro salió de ahí, después de semanas con tubos y máquinas que pitaban como alarmas de auto en la calle, lo primero que hice fue tocarlo.

No pude evitarlo. Su piel estaba tibia, demasiado lisa, como la de un muñeco de cera.

Hace dos semanas, cuando lo llevaron en ambulancia, estaba frío, con la cara hundida y oliendo a remedios y a muerte que se acercaba.

Ahora, en el pasillo de casa, con el ventilador de pie zumbando y el calor de febrero metiéndose por las rendijas, parecía un milagro.

Pero los milagros no existen en este barrio, donde los perros ladran toda la noche y las luces de la calle parpadean como si se estuvieran muriendo.

El tratamiento fue la última carta. “Injertos celulares integrales”, dijo el médico, un tipo con ojeras y una camisa arrugada que parecía dormir en el consultorio.

No explicó mucho, solo que era experimental, que la piel venía de un donante, que Mauro iba a vivir.

Yo firmé los papeles sin leer, con la mano temblando, mientras en la tele del hospital pasaban noticias de un choque en la Panamericana.

¿Qué iba a hacer?

Era mi hijo. Mi único hijo.

Al principio, las costuras eran lo peor.

Líneas gruesas, rojas, como si alguien hubiera cosido a Mauro con hilo de zapatero. Le cubrían el pecho, los brazos, una pierna. Parecía un muñeco de trapo, de esos que venden en la feria de Pompeya, hechos con retazos.

Pero después, la piel empezó a cambiar. Aparecieron lunares que no eran suyos, manchas con formas raras, como mapas de países que no existen. En el antebrazo le creció vello oscuro, áspero, que no tenía nada que ver con el pelo finito de mi Mauro. Algunas partes eran oscuras, como cuero curtido; otras, pálidas, casi transparentes, como si la luz las atravesara.


—No me siento yo —me dijo una noche, rascándose el brazo hasta dejar marcas rojas.

Estaba sentado en el sillón, con la tele en mute mostrando un partido de fútbol.

La luz azul le bailaba en la cara.

—Es como si la piel me apretara, mamá. Como si quisiera moverse sola.


Yo no supe qué decir.

Afuera, un vecino gritaba algo sobre una deuda, y el olor a asado quemado se colaba por la ventana.

Pensé que era el estrés, el trauma, qué sé yo.

Pero Mauro empezó a cambiar.

Primero fueron las peleas en la escuela. Volvía con los ojos inyectados, los puños apretados. Una vez empujó a un compañero contra un armario, le rompió la nariz. Lo vi llegar a casa con los nudillos hinchados, la remera salpicada de sangre.


—Se lo merecía —dijo, mirando el piso de mosaicos rotos—. Sabía lo que estaba pensando.


No era mi Mauro. Mi Mauro era el que juntaba figuritas del Mundial, el que se reía con los chistes malos de Tinelli. Este Mauro tenía una mirada que no reconocía, como si alguien más lo estuviera usando.


Las noches se volvieron peores. Lo escuchaba en el pasillo, rascándose hasta sangrar. A veces encontraba pedazos de piel en el baño, pequeños, como uñas rotas, y él los miraba fijo antes de llevárselos a la boca. El sonido era húmedo, como cuando chupás un caramelo blando. Yo no decía nada. Me quedaba en la cocina, con el mate frío, escuchando el zumbido del ventilador y el ruido de la ciudad que nunca duerme.


El médico me llamó un lunes. El consultorio olía a cloro y a miedo. Me senté en una silla de plástico que crujió bajo mi peso.


—La piel es de un solo donante —dijo, sin mirarme a los ojos. Tenía un mate en el escritorio, pero no lo tocaba—. Un tipo de treinta y dos años, muerto en Sierra Chica. Lo ejecutaron en su celda otros presos. Tenía en su haber siete víctimas. Era un estrangulador. Con su hijo no había otra opción si queríamos salvarlo, era él. No había otra...


Sierra Chica. La cárcel donde los presos se matan entre ellos, y se comen, donde las historias de fantasmas circulan como el paco en las villas.

Sentí un frío que no tenía nada que ver con el aire acondicionado. Esa noche, cuando Mauro volvió de la calle, olía distinto. No a jabón ni a transpiración de pibe.

Olía a cobre, a tierra mojada, a ropa guardada en un ropero húmedo.

Y había algo más, algo vivo, como si el olor tuviera pulso.


Empezó a salir de noche. Volvía tarde, con la ropa arrugada, los ojos brillando como los de un gato callejero. Una madrugada, no pude más y lo seguí. Caminé detrás de él, con el corazón en la boca, por las calles rotas del barrio, donde los autos pasan rápido y los basurales crecen en las esquinas. Llegó a un descampado detrás de las fábricas, donde el aire huele a aceite quemado y a podredumbre. Me escondí detrás de un muro lleno de grafitis. Escuché un susurro, un golpe seco, el crujido de algo que se quiebra. Después, un jadeo que se apagó en un silencio pesado, como el que queda después de un apagón.


Volví a casa corriendo, con las piernas temblando, el frío subiéndome por la espalda. Cuando Mauro entró, estaba erguido, respirando lento, como si acabara de ganar una carrera. Sus manos estaban manchadas de sangre, oscura, pegajosa, goteando desde las uñas como pintura espesa. No se limpió. No dijo nada. Solo sonrió, y esa sonrisa no era de mi hijo. Era de alguien que sabía algo que yo no.


—Está bien, mamá —dijo, con una voz que no reconocí, baja, tranquila, como si estuviera recitando algo aprendido—. Solo quería sentirme entero otra vez.


Ahora estoy sentada en la cocina, con el mate frío y el ventilador que no para de zumbar. Afuera, el barrio sigue vivo, con sus perros, sus gritos, su olor a basura y a verano que no termina. Pero adentro, en esta casa, hay algo que no es Mauro. Algo que se mueve bajo su piel, que respira con él, que me mira desde sus ojos. Y no sé si es él, o el otro, o los dos juntos, pero cada noche, cuando cierra la puerta y sale al descampado, siento que algo se lleva un pedazo más de mi hijo...

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Quién Está Detrás del Blog

Raúl O. López
Soy un escritor argentino, nacido en San Isidro, Córdoba, y radicado en Bahía Blanca.
Amante de la historia, las palabras y los viajes que dejan huella.
Autor de la novela histórica "Bogado: El Héroe que No Nombran", donde intento rescatar del olvido la vida de un granadero de San Martín.
En este blog comparto relatos, memorias y ficciones que nacen de la vida misma: un poco de lo que vi, de lo que me contaron y de lo que imagino.
Escribir es mi forma de guardar lo que no quiero que se pierda.

Bienvenido a este espacio.

Pasá, leé y si algo te toca el alma… contámelo.

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