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Antes de ser Amigacha era Lola...

  • Foto del escritor: Raul oscar López
    Raul oscar López
  • hace 7 días
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: hace 3 días


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Capítulo 1: Antes de que me llamaran Amigacha


No siempre fui Amigacha. Hubo un tiempo —más borroso que una ventana de colectivo en invierno— en el que me llamaban Lola. Lola, como quien llama a alguien que ya sabe que va a venir. “¡Lola, dejá en paz a los canarios!” “¡Lola, bajate de la silla, por el amor de Dios!” Sí, yo ya dormía en sillas desde entonces. No por comodidad, sino por estrategia: desde ahí se ve todo. El zócalo, el plato, el pan que cae.

Es una altura clave.

Vivía en una casa con piso de tierra y puertas de chapa que se trababan con el viento. Me acuerdo de una señora que usaba ruleros hasta el mediodía y de un nene con las rodillas sucias que me hacía casitas de mantas en el patio. No éramos ricos, pero nadie se quejaba si dormía en la cocina. Y eso, para una perra, es amor.

El nene me enseñó a dar la pata y yo le enseñé a robar bizcochitos de la mesa cuando la madre no miraba. Era un buen acuerdo.

A veces se iba a la escuela y me quedaba quieta junto a su mochila hasta que volvía. Y cuando volvía, me contaba cosas que ni su mamá sabía.

Una vez, se fueron.

Una de esas mudanzas que no avisan.

Quedó el patio, quedó la cucha, quedaron los trapos viejos.

Yo me quedé sentada.

Dos días. Tres.

A veces ladraba cuando alguien pasaba, por si eran ellos.

Nadie volvió.

Ahí empezó la otra vida.


Capítulo 2: El Negro


La calle no te avisa que es la calle.

No hay un tipo con un sello que te diga “felicitaciones, ahora sos callejera”.

Un día tenés un patio y al otro estás buscando sombra debajo de un Renault 12 oxidado.

Así empieza.

Los primeros días fueron raros.

Me creía de casa todavía, ¿sabés? Si un humano abría la puerta, yo entraba como si me estuvieran esperando. Pero no.

Una me barrió con escoba. Otro me gritó “fuera, bicho”.

Y ahí aprendí la gran lección del mundo perruno: si no te quieren adentro, tampoco te quieren cerca.

Me volví calle, pero sin perder los modales.

Nunca ladré de más, nunca ataqué sin razón.

Pero bolsas… bueno, bolsas sí rompía.

Siempre lo hice. ¡Y cómo me gusta! Pero eso es para otro capítulo.

Cuando lo conocí a El Negro, me cayó bien.

El Negro era de esos que no se ríen. No movía la cola, no buscaba cariño. Parecía un veterano de guerra, y quizá lo era.

Yo lo seguí como se sigue a alguien que sabe.

Hacíamos buen equipo: yo hablaba con la mirada, él con los silencios.

Y entonces pasó algo que no esperás: nos hicieron una casa. De madera. Con techo, y todo. Yo entré sin preguntar.

El Negro no. Se quedó afuera, como esos tíos que prefieren fumar en la vereda durante los cumpleaños. Y yo, como siempre, me senté con él.

Hasta que una mañana no se levantó.

No se quejó, no lloró, no me miró.

Simplemente se apagó como una radio vieja.

Ese día, entré.  

A la casita.

A otra vida.


Capítulo 3: Yo no robo, gestiono recursos


A ver, no voy a mentir: me gusta romper bolsas.

No es vicio, es arte.

Es como un sexto sentido: huelo una esquina, veo un nylon brillando, y ya sé si adentro hay algo noble o puro cartón.

Puedo detectar una milanesa fría a diez metros de distancia.

Y si hay chorizos en la parrilla de un vecino que me quiere… bueno, ¿qué se espera que haga una perra educada pero con historia?

Una vez me robé una ristra entera.

Una obra maestra.

Los tenía colgados como trofeos, entre los dientes.

Me temblaban las patas de la adrenalina. Los invitados del asado se pusieron como locos. Pero él, el dueño de casa, el que siempre me da palmadas suaves en la cabeza, se puso de pie y les dijo con voz firme: “Con Amigacha no se metan.”

Y así fue.

Yo me tiré bajo una mesa con los chorizos y comí como si me lo hubieran servido en mantel de lino.

Otra vez aparecí con una docena de empanadas.

Calentitas.

Recién hechas.

No sé de dónde las saqué.

Estaban en una bolsa blanca, con olor a horno y a feriado.

Llegué como heroína, con la cola en alto.

No me las comí todas.

Compartí una. Tal vez media.

Y un día, como quien encuentra una pepita de oro en la arena, levanté una bolsa cerrada que parecía liviana… y ¡era leverbuch! No lo había probado nunca. Es como una mezcla entre jamón y poesía.

Me lo llevé con dignidad.

Y si alguien me vio, que aprenda a cerrar bien sus bolsas.

Porque sí, tengo modales.

Pero también tengo calle.

Y en la calle, el que no rompe bolsas, no almuerza.


Capítulo 4: Cuando llegó Amigacha


Amigacha no llegó.

Se quedó.

No fue que salimos a buscar una perra.

Ni que estábamos preparados para otra.

Pero ahí estaba.

Una mezcla de mugre, mirada inteligente y una paciencia que desarmaba.

Venía siempre con El Negro, que era su sombra y su pared. Juntos formaban una especie de patrulla afectiva del barrio.

Nosotros les dábamos de comer, como varios vecinos.

Hasta que un día, me dio por hacerles una casa de madera.

Algo sencillo, con techo y piso.

Y ella, apenas la puse, se metió.

Como quien reconoce una promesa.

Pero después salía.

Porque el Negro no entraba.

Y ella no lo iba a dejar solo.

Era así de leal.

Hasta que una mañana, el Negro ya no estaba.

Y ella, simplemente, entró.

Y nunca más se fue.

Cuando la llevamos al veterinario, nos dijo que debía tener entre cuatro y cinco años.

Estaba castrada. No tenía chip. Pero sí tenía pasado.

Y también tenía algo que no se puede inventar: modales.

Se sentaba en las sillas —ojo, no en el piso, en las sillas— como si fuera lo más normal del mundo.

No pedía permiso, pero tampoco pedía disculpas. Lo hacía con dignidad.

Y era dulce.

Desde el primer día.

No de esas perras exageradamente alegres que te saltan encima para ganarse el lugar.

No.

Amigacha se instaló con calma.

Como si supiera que, por fin, era su casa también.

Austin, el otro perro de la familia, no la recibió con aplausos. La miró con cara de: “¿y esta quién es?”

Pero ella no se ofendió.

Se le sentó cerca.

Lo dejó ser el primero.

Lo dejó marcar el territorio.

Y poco a poco, se fue ganando el suyo.

Se entendían.

Compartieron rincones, sol, incluso el sillón.

Hasta que Austin se fue.

Y ella quedó.

Y supo cómo dolía quedarse.

Después llegó Akira, esa bolita blanca con pilas infinitas que la eligió como mamá desde el primer día.

Amigacha la gruñía, pero con ternura.

La enseñó, la cuidó, la soportó.

Ahora está viejita.

Le cuesta levantarse.

Pero ahí está, firme, con la mirada de quien sabe todo.

Y sí, sigue robando bolsas.

Es su arte.

Una vez le afanó una ristra de chorizos al vecino.

Otra, apareció con una docena de empanadas humeantes.

Otra vez, con un leverbuch intacto, como sacado de un refrigerador alemán.

Pero ¿sabés qué? Ese vecino, cuando los invitados se quejaron, se puso de pie y dijo serio: “Con Amigacha no se metan.”

Y yo, que la veo subir a una silla como si fuera una reina retirada, pienso que tiene razón.

Porque Amigacha no es una perra.

Es una historia.

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Quién Está Detrás del Blog

Raúl O. López
Soy un escritor argentino, nacido en San Isidro, Córdoba, y radicado en Bahía Blanca.
Amante de la historia, las palabras y los viajes que dejan huella.
Autor de la novela histórica "Bogado: El Héroe que No Nombran", donde intento rescatar del olvido la vida de un granadero de San Martín.
En este blog comparto relatos, memorias y ficciones que nacen de la vida misma: un poco de lo que vi, de lo que me contaron y de lo que imagino.
Escribir es mi forma de guardar lo que no quiero que se pierda.

Bienvenido a este espacio.

Pasá, leé y si algo te toca el alma… contámelo.

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